La intentona de El Pana en Madrid o el reflejo de la miope estructura en las últimas décadas
iempre es más cómodo tomar el rábano por las hojas o leer equivocadamente la realidad, sobre todo la propia o la que afecta directamente determinados intereses. En el conmovedor caso de los taurinos, de quienes viven del negocio del espectáculo de los toros o lo que va quedando de éste, llama la atención no sólo su autocomplacencia en la manera antojadiza de llevar su negocio, siempre de espaldas a las expectativas de aficionados y público, pero atentos a las fluctuaciones del mercado de diestros que figuran, es decir, de los que se reparten el pastel con el resto de la tauromafia, esa élite más o menos organizada que a escala internacional defiende sus intereses por encima de los valores que sustentaron la fiesta: toros bravos con edad y trapío y toreros competitivos de cada país, no simuladores importados.
Los taurinos pues achacan a terceros la responsabilidad de los bandazos que el espectáculo viene dando digamos en los últimos 30 años: globalización, ecologismo, protectores de mascotas, crisis económica, toreros que no se arriman, docilidad más que bravura y, en el colmo del cinismo, autoridades excesivamente reguladoras, cuando en México éstas se han caracterizado por su indiferencia, permisividad o componendas con el duopolio taurino, salvo amagos de infundados afanes prohibicionistas de una asamblea sin idea, mientras crueldad y violencia aumentan fuera de las plazas.
Desde el régimen de Miguel de la Madrid (1982-1988) hasta el actual, pasando por la docena trágica de los mandatarios blanquiazules taurófilos de clóset, los gobiernos mexicanos acatan las directrices de Washington, entre éstas la de ver a la tradición taurina como algo política y culturalmente incorrecto. Así nos va, en los toros y en lo demás, aunque algunos gobiernos blinden –sin el toro auténtico– la fiesta en su entidad.
Taurinos neoliberales cortoplacistas y multimillonarios se niegan a reconocer, con madurez y tres gramos de sensibilidad, la grave carencia de concepto y de objetivos comunes en torno a la fiesta, la negativa a coordinar esfuerzos y a sumar voluntades, la falta de planeación, seguimiento y estímulos –no falsas oportunidades– a los jóvenes con potencial; el silencio cómplice de los sectores taurinos; la dudosa edad, trapío y sobre todo bravura en las reses; la nula imaginación para manejar mercadotecnia y publicidad en favor del espectáculo y de los nuestros, con la concentración en unos cuantos extranjeros, así como el vacío editorial y de instrumentos de capacitación taurina hace décadas.
Cuando a los 27 años de edad Rodolfo Rodríguez El Pana recibe la alternativa de manos del maestro Mariano Ramos en la Plaza México, el 18 de marzo de 1979, con el toro Mexicano de Campo Alegre, el coso está a reventar de un expectante público de partidarios y detractores que han seguido con inusitado interés los repetidos éxitos como novillero del imaginativo torero de Apizaco.
Desaprovechado inicialmente por el doctor Ganona, como rebautizó El Pana al entonces empresario de la Plaza México, pues lo anunció hasta la doceava corrida de la temporada no obstante el fuerte imán de taquilla de Rodolfo, esa tarde levantó a la gente de sus asientos al colocar en tablas un preciso par de Calafia, una de sus muchas creaciones, y tres domingos después dejó un toro vivo de Santoyo. Se reforzó entonces el veto de Martínez y Cavazos a tan incómodo diestro, así como el de las principales empresas, incapaces de contradecir a estos llenaplazas y aprovechar a un torero que apasionaba y al que los consagrados prefirieron rehuir, en vez de alternar con él, superarlo y mandarlo a su casa. Pero los voraces neoleoneses tenían serias dudas y el creativo tlaxcalteca, impotente, empezó a ahogar en alcohol sus sueños de gloria.
Luego de 28 años de alternativa y, según sus propias palabras, de insistir, persistir y resistir
al mediocre sistema taurino mexicano, vino la apoteósica tarde del 7 de enero de 2007 en la México, cuando volvió a estremecer a todos con su expresiva tauromaquia la tarde en que pensaba despedirse. Luego, seis años de ninguneo, prejuicios y coloniaje, de triunfos sonoros, percances y recaídas etílicas, hasta desembocar en su fallida pretensión de confirmar en la plaza de Las Ventas, en Madrid.
Pero si cuando El Pana estuvo en plenitud de facultades no lo aprovecharon ni aquí ni allá, hoy la ceguera taurina internacional, no obstante la crisis, prefiere apostar por manos a mano predecibles y encerronas de relumbrón. Absurdo entonces afirmar que por sus enésimas declaraciones precipitadas Rodolfo no hizo el paseíllo en el coso venteño. Tantos abusos de la tauromafia son lo que le cierra las puertas a muchos buenos toreros y, de paso, al futuro de una fiesta auténtica.