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Necesidad, negligencia y corrupción
U

na cosa es vivir por gusto en un lugar de alto riesgo y otra vivir ahí por necesidad. Después del terremoto en San Francisco (1906) los sobrevivientes supieron que la tragedia podría repetirse. Los especialistas han dicho que puede haber otro terremoto igual o incluso mayor, pero los sobrevivientes no sólo no se fueron sino que llegaron más. Lo que sí aprendieron fue a reconstruir con mayores elementos de seguridad; sin embargo, un terremoto de más de 7.9 grados podría ser una nueva catástrofe. Y las probabilidades de que ocurra son muy altas, pues ahí está la conocida Falla de San Andrés, que puede afectar no sólo a San Francisco sino a todo el estado de California, y más al sur.

Los californianos saben que corren riesgos, pero en general tienen el dinero suficiente para contrarrestarlos. Es uno de los estados más ricos del mundo y vivir ahí es costoso. Ahora saben que sus casas deben tener cimientos de concreto armado y que sus aparatos de gas deben cortar su flujo de manera automática (recuérdese que en 1906 los mayores daños fueron provocados por incendios después del terremoto). California es, pues, un buen ejemplo de quienes viven por gusto en una zona de alto riesgo.

Muy diferentes son los que viven por necesidad en zonas equivalentes de alto riesgo. En México más de 70 por ciento de la población es pobre y muy pobre. Los pobres, como se ha visto ahora (aunque ya se sabía antes de la catástrofe que vive el país), viven donde pueden, y a veces donde los dejan. Difícilmente escogen, pues para hacerlo hay que tener no sólo opciones sino el dinero para tomarlas en cuenta y actuar en consecuencia. Los pobres, por los lugares en que viven, son más vulnerables a las catástrofes, igual se trate de sequías que de lluvias torrenciales, de incendios o de terremotos, de exceso de calor o de frío. Millones de personas viven en cañadas o lugares donde son previsibles deslaves por exceso de lluvias. Otros tantos o más viven en las márgenes de ríos que con frecuencia se desbordan inundando las casas de sus pobladores. Muchos más viven en zonas sísmicas de alto riesgo y ahora, por quién sabe qué razones, tiembla en sitios donde jamás había ocurrido ni se esperaba que hubiera un sismo (Chihuahua, por ejemplo).

Basta ver los noticiarios televisivos para percatarse de que las colonias y poblados inundados y dañados por deslaves son de pobres, de gente que quizá no escogió vivir ahí sino que fue adonde pudo hacerlo y porque no encontró los recursos para costearse una vivienda en las zonas con mejores servicios municipales y menores riesgos.

Hay datos sobre la vulnerabilidad en que viven millones de mexicanos, que se conocen desde hace años. Pero los gobiernos no han hecho nada para prevenir e incluso evitar las catástrofes perfectamente previsibles en determinadas zonas del país, aunque sea porque ya ocurrieron. Juan Pablo Becerra-Acosta publicó en su columna del lunes pasado ( Milenio) la siguiente información: A) Doce millones de personas residen en 70 ciudades (de 21 estados) ubicadas en las trayectorias que año tras año suelen tener ciclones y huracanes. B) Treinta millones viven en más de 22 mil localidades de 638 municipios (en 24 estados) que son susceptibles de sufrir inundaciones por el exceso de lluvias. C) Quince millones (15 millones!) viven al lado de márgenes de ríos, en lugares donde anteriormente había cauces de ríos, laderas de montes y montañas, así como barrancas. D) Treinta y seis millones viven en 151 ciudades asentadas sobre zonas sísmicas. Y E) Cinco millones en 3 mil 500 localidades ubicadas en zonas de deslaves. Él dice que todo esto lo saben las autoridades federales, estatales y municipales, pues su información está basada en cifras oficiales que representaban en 2005 un detallado atlas de riesgos del país.

Julia Carabias y Javier Flores nos dijeron el martes en estas páginas que la tragedia que vive el país en estos momentos obedece más a la falta de planeación y prevención que a los huracanes en sí. Flores escribió: los fenómenos naturales como los huracanes o los sismos no son los causantes de las tragedias, sino las condiciones de vulnerabilidad que creamos ante ellos. Carabias, por su lado, señaló que “después de los estragos causados por el huracán Paulina en Acapulco, en 1997 se sentaron las bases para un ordenamiento ecológico de ese municipio, pero ni las autoridades locales ni las federales lo continuaron, quedó en el olvido”. Y coincido con ellos. El problema es que sabiendo el gobierno la vulnerabilidad de miles de poblados no sólo no ha hecho nada sino que dejó que éstos se multiplicaran irracionalmente, por negligencia o por corrupción de los gobernantes que autorizaron a constructoras a hacer sus negocios en donde no deberían haberse hecho. ¿No es el gobierno el que da las licencias de construcción y el que autoriza instalaciones de diversos tipos en donde no debería? ¿No es el gobierno el que está obligado a planear y a establecer las reglas sobre el uso del suelo y dónde sí y dónde no se puede construir y para qué fines?

La autoridad, sin necesidad de actuar como papá regañón e intolerante, tiene la obligación de prevenir y evitar que si aquí o allá se desborda un río cada año, la gente viva en sus márgenes. No es papel del gobierno estar tapando pozos después de que se ahogaron los niños, aunque se vea obligado a hacerlo dada la pobreza de la gente. Su papel es más bien evitar que se ahoguen, prevenir que puedan caer al pozo y evitar que los particulares, por deseo o por necesidad, construyan y hagan colonias y hasta pueblos donde quieran y sin tomar en cuenta su viabilidad. No se vale siquiera decir se los advertí, sino tener la mano suficientemente dura (dentro de la legalidad) para evitar vulnerabilidades que, ante las catástrofes, se harán evidentes y cobrarán vidas y daños materiales cuantiosos. Peor todavía es cuando se atraviesa la corrupción, como claramente se presentó en la tristemente famosa Autopista del Sol, para sólo citar un ejemplo de complicidad gubernamental con empresarios sin escrúpulos.

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