Opinión
Ver día anteriorLunes 14 de octubre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Rumbos de la protesta
L

a criminalización de la protesta social se extiende rápidamente en el mundo entero.

Los modos y maneras son tan similares que es difícil resistir la tentación de imaginar una conspiración o por lo menos una concertación precisa entre los gobiernos. Se usan realmente las mismas tácticas, los mismos dispositivos. En todas partes aparecen los infiltrados que provocan la violencia. En todas partes se dan los ejercicios de violencia brutal y sin sentido de policías uniformados o vestidos de civil que son ampliamente exhibidos en los medios. En todas partes se realizan detenciones arbitrarias de dirigentes o periodistas o simples paseantes…

Sin embargo, no hace falta esa hipótesis para explicar la convergencia de los gobiernos en esas acciones represivas… si adoptamos, en cambio, otra que parece tener mejor sustento. Es cierto que los gobiernos intercambian información y aprenden unos de otros. Es cierto que se confabulan en grupos para adoptar políticas semejantes. Lo que uniforma sus reacciones, empero, es sobre todo la reacción instintiva de todos ellos ante la ola de pánico que los invade.

El pánico tiene dos fuentes muy específicas. Ante todo, los gobiernos tienen creciente conciencia de que han perdido legitimidad y poder político. Su capacidad de gestión política y su competencia administrativa están abiertamente en entredicho. La gente sabe ya que no expresan la voluntad general. El lema de Wall Street empieza a ser convicción universal: sólo representan al uno por ciento. Los gobiernos, por tanto, perdieron capacidad de conducción. Sólo les queda la policía, la intimidación, la arbitrariedad, para ser obedecidos… y el pánico aumenta cuando ni siquiera así lo consiguen.

El pánico tiene también otra fuente. Más allá de sus inclinaciones ses­gadas, sus compromisos y sus incompetencias, los gobiernos, todos los gobiernos, enfrentan la imposibilidad real de atender las exigencias populares, que son cada vez más básicas. No tienen con qué. Saben de alguna manera, así sea con una vaga incomodidad, que el régimen en que estamos no da ya más de sí…

Hace años nos lo anticipó Teodor Shanin. Vemos ya el fin del capitalismo real, en un sentido muy concreto. Algunos todavía creen encontrar en el capitalismo una alternativa. Pronto se desilusionarán.

El capital ya no puede gobernar un país. El Estado nacional era el espacio ideal para el capitalismo, para que en él pudiera ejercer su imperio por medio de sus administradores estatales, a quienes se otorgaba cierta capacidad de gestión y de autonomía relativa, para procesar los conflictos, mantener la estabilidad social y proteger al capital de sus propios excesos. Pero la propia fuerza del capital, su trasnacionalización, lo han privado de su espacio natural de existencia, de la arena en que podía regir. Las sociedades reales, que todavía tienen la forma de estados nacionales, no pueden ser ya gobernadas por medio del capitalismo, ni siquiera en la forma de capitalismo de Estado que se adopta cada vez más.

Esto no constituye en sí una buena noticia, porque en vez del régimen dominante se ha estado preparando otro mucho peor. No se abandona la explotación, pero aumenta el despojo abierto y directo, el que caracterizó más bien al precapitalismo, la acumulación originaria. Y se desvanece la fachada democrática para montar el ejercicio autoritario en el miedo al desorden y el caos que cunde cada vez más entre la gente, cuando la protesta social se generaliza.

Lo que hemos visto en este periodo en México no es la restauración del viejo PRI y ni siquiera el estilo Atenco de gobernar. Como todos los demás gobiernos, el de Peña ha aprendido a ignorar a la gente, no importa la magnitud de la protesta callejera o la persistencia de los inconformes. Lo saben bien los electricistas o los empleados de Mexicana. Lo acaban de aprender los maestros.

Si el punto de partida del pánico y de estas reacciones feroces de los gobiernos es la iniciativa de la gente, de quienes ya están hartos de ellos y luchan más que por sus derechos por la supervivencia, parece llegado el tiempo de que cambien el sentido de su lucha.

No se trata de que abandonen la defensa de sus territorios o de sus derechos: la resistencia debe continuar, por todos los medios al alcance. Pero la forma de llevar adelante la resistencia, en las condiciones reales que hoy enfrentamos, es traer la lucha a nuestro propio terreno, concentrarla en la reorganización de la sociedad desde abajo y buscar una articulación eficaz de las amplias coaliciones de descontentos que se han estado formando.

[email protected]