El cielo de los perros
i su mujer no lo hubiera llamado a media mañana, tal vez a Rolando no se le habrían vuelto una tortura las horas que le faltaban para salir del trabajo. Elsa, siempre tan parca en el teléfono, le detalló cada gesto, cada palabra y el llanto de su hijo Jerry cuando se despidieron en la puerta de la escuela. Allí, hecho un mar de lágrimas y sin importarle la curiosidad de sus compañeros, el niño la obligó a jurarle que no le permitiría a su padre cumplir su amenaza. Antes de terminar la conversación Elsa agregó una frase acusatoria: ¿Ves lo que hiciste?
¿Qué había querido decirle su mujer con eso? Rolando se pregunta qué hizo. Por lo pronto nada malo, sólo habló con la verdad, una verdad comprobable por dondequiera que se le vea. Es cierto que el departamento es muy chico: baño, cocina, dos recámaras con ventanas que dan al callejón. No mintió cuando dijo que si para tres personas el espacio era apenas suficiente, resultaba una celda desde que son cinco.
Rolando se corrige: “Cinco y Lázaro”. Es como otro miembro de la familia: ocupa un lugar, duerme, requiere atenciones y come a todas horas, tal vez para compensarse de sus años de vagabundo. Es muy posible que Lázaro extrañe la libertad de que gozaba entonces y por eso lo alegre regresar a sus antiguos dominios: el jardín público, los alrededores del mercado, el atrio de la iglesia, la guarida de los teporochos y la terminal de camiones foráneos. Allí lo conocieron.
II
Todo eso se lo explicará a su hijo cuando lo vea, dentro de dos horas. Rolando dispone del tiempo suficiente para organizar un discurso claro del que excluirá las palabras violentas con que esta mañana terminó la discusión con Elsa: “Pues sí, fíjate que sí me pesa lo que Lázaro se traga. En su alimento invertimos un montón y dentro de muy poco gastaremos más. Súmale lo de las visitas al médico y verás que Lázaro me cuesta un dineral en el momento en que, con mi madre y tu tía Fina en la casa, tenemos más gastos. Lo siento mucho pero Lázaro tiene que irse”.
Cuando esté conversando con Jerry no mencionará lo del dinero. La falta de espacio para que Lázaro viva cómodo será un argumento mejor y comprensible hasta para un niño de siete años, en especial si es tan listo como Jerry. Rolando está endiosado con él, pero lamenta que sea tan sensible. Quizá no lo sería tanto si hubiera tenido un hermano.
Rolando también fue hijo único. Compartir con sus primos los juegos era para él una experiencia prestada que podía terminar en cualquier momento. En cambio con un hermano todo habría tenido una permanencia tranquilizadora, una continuidad hasta en el uso de la ropa o los cuadernos a medio llenar que sus primos mayores heredaban a los menores. Por eso Rolando los envidiaba en secreto, y también porque se iban juntos a la escuela.
III
Pero vino su oportunidad de reivindicarse cuando su padre le regaló un perrito maltés para premiar sus buenas calificaciones. Elegirle nombre les llevó horas de una de las tardes más felices para Rolando. Siente una alegría semejante a la que experimentó en el momento en que los tres se pusieron de acuerdo para llamarlo Pícaro.
Un año, quizás un poco menos, la casa se llenó de exclamaciones vivaces. “Pícaro, salta”. “Pícaro, tráeme la pelota.” “Pícaro, no muerdas mi cuaderno.” “Pícaro, no te subas a la mesa.” “Pícaro, cuidadito con que te salgas.” “Pícaro, alza las patas.” “Pícaro: ¿te gustó el merengue?”
La sucesión de frases alegres, invitantes, se salpicó de pequeños quejidos. “Pícaro: ¿qué tienes?” “Pícaro: ya te hiciste otra vez.” “Pícaro, ven a jugar.” “Pícaro: ¿por qué lloras?” “Pícaro: ¿te duele la barriga?” Sí, dijo el veterinario, debe dolerle, y mucho. Un tumor. Sugirió que, para ahorrarle sufrimientos, pusieran al perrito a dormir. Cosa de segundos y sin dolor.
Rolando no entendió las palabras del veterinario ni la forma en que sus padres se miraban y luego lo veían a él. Recuerda que sintió miedo, como cuando las avispas en el patio de la escuela zumbaban junto a su oído. Recuerda también las palabras que dijo en el momento en que el veterinario se aproximó a Pícaro con una jeringa: ¿Qué van a hacerle?
El doctor lo pondrá a dormir
, le respondió su papá. Y cuando despierte ¿jugará conmigo como antes?
Su madre, en vez de contestarle, inventó un cielo en donde los perros que duermen se reúnen y son felices para siempre saltando y haciendo travesuras sin que nadie les diga: Cuidadito con salirte.
No te subas a la mesa.
No muerdas mi cuaderno.
¿Por qué lloras?
Te duele la barriga.
Al reconstruir aquel momento, Rolando le agradece a su madre el impulso de aliviar su angustia infantil construyendo un cielo canino sin dolor, sin prohibiciones ni espacios cerrados.
IV
A la muerte de Pícaro, Rolando anheló ese cielo. (Primer secreto.) Lo dibujó muchas veces en las últimas páginas de su cuaderno. (Su primer refugio.) El paraíso era un jardín con fuentes, árboles, flores, pájaros, mariposas. Sobre todo eso imperaba la figura de Pícaro. Unas veces aparecía saltando, otra echado, otras persiguiendo una mariposa pero siempre solo.
Mientras hacía sus representaciones celestiales Rolando se preguntaba si Pícaro lo echaría de menos tanto como él lo extrañaba. Fue incapaz de resolver la incógnita y también de dibujar al lado de Pícaro otro animal de su especie con quien pudiera compartir el cielo de los perros. Se dio cuenta de que esa omisión era perversa, un castigo a Pícaro por haberlo dejado solo y ni aun así cedió. (Tercer secreto.)
Sin su maltés al lado, Rolando se volvió silencioso, otra vez se sintió disminuido ante sus primos y tuvo la sensación de que los juegos con ellos eran dádivas, diversiones prestadas que podían interrumpirse en cualquier momento. Su actitud hacia sus padres también cambió. En cierta forma los sentía implicados con el veterinario en el triste fin de Pícaro. No lo dijo pero en su siguiente cumpleaños les pidió que le regalaran cualquier cosa menos un perro. No quería que otro animal perturbara la tranquilidad de Pícaro en su cielo canino.
V
Ahí nos vemos.
Por la voz de su compañero Rolando se da cuenta de que es hora de salir. Esperó ese momento con ansia y ahora siente miedo de lo inmediato: el recorrido a pie por calles sombrías, el bochorno en el Metro, la caminata bajo la lluvia hasta el departamento en donde lo esperan cuatro personas y Lázaro.
Hace dos años Elsa, Jerry y él lo encontraron en la terminal de camiones foráneos. Bajo su aspecto lamentable quedaban restos de su buena estampa. El controlador se acercó a decirles que el animal llevaba allí varios días. Era de suponerse que sus dueños, incapaces de mantenerlo, lo habían abandonado sin importarles su destino.
En el Metro Rolando piensa que Lázaro volverá a la calle. Espera convencer a Jerry de que en las actuales circunstancias es imposible seguir manteniendo al perro. Conoce a su hijo: es obstinado. Posiblemente le acuse de odiar a los animales. Para demostrarle que no es así, Rolando le contará su historia con Pícaro. Recordar su nombre renueva la horrible sensación de pérdida que le dejó su muerte. La separación de Lázaro le causará la misma pena a Jerry. No quiere eso para su hijo pero no tiene otra alternativa.
Entre más pronto se lo diga, mejor, se repite mientras camina hacia el edificio en donde vive. Sube el último tramo de escalera a grandes zancadas. Introduce la llave en la cerradura. Abre la puerta y en cuanto ve a Jerry junto a Lázaro olvida el discurso que tenía preparado y pronuncia una frase que alguien le dicta desde el cielo de los perros: “No te preocupes, hijo, Lázaro se queda con nosotros.”