l actual presidente de Uruguay, junto a su compañera, la senadora Lucía Topolansky, son personas cuyos principios y acciones políticas cabría calificar de ejemplares. Es decir, propias de ser compartidas y practicadas. Sin embargo, lo que trasciende de su vida se refiere, en ambos casos, a su pasado guerrillero como militantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.
José Mujica fue detenido en repetidas ocasiones, contabilizando más de 15 años en las cárceles de la dictadura. Once de ellos, hasta 1985, en condiciones de extrema dureza, tortura y aislamiento. Es un sobreviviente. Lo cual nos habla de su voluntad de vivir, de su sentido de la vida y los principios sobre los cuales construyó su ideario y conciencia. Todo ello, en este caso, debe considerarse una anécdota
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Durante los años de la guerra antisubversiva y estrategias contrainsurgentes, ser detenido no era un hecho extraordinario. Miles de militantes pertenecientes a las organizaciones armadas, político-militares y de izquierdas fueron torturados en cárceles y centros clandestinos. Sus historias de vida se vieron recogidas en los informes redactados por las comisiones de la verdad y en los testimonios que salieron a la luz en los años 80 y 90 del siglo pasado, en los estertores de la guerra fría. Muchos militantes pasaron años en calabozos, siendo sus cuerpos flagelados, pero no consiguieron quebrar ni doblegar su dignidad.
Sin embargo, tras la restauración de la democracia representativa, las historias de vida fueron divergentes. Unos, desilusionados por el derrotero que tomaron los procesos de transición, optaron por una retirada digna. Volvieron a sus antiguas ocupaciones o simplemente pasaron página. Otros decidieron vender su pasado, convirtiéndose en voceros autorizados de las nuevas transiciones, haciendo de la tortura una justificación que avalaba cualquier comportamiento espurio. El caso de Uruguay fue singular, los pactos entre las fuerzas armadas y los partidos tradicionales, blanco y colorado, como el acaecido en el Club Naval, sentaba las bases para dejar impune la violación de los derechos humanos.
Siempre que surgían voces discrepantes, se acallaban o deslegitimaban. En esta lógica se celebraron dos referendos poniendo en cuestión la ley de punto final. El primero, el 16 de abril de 1989, donde 55.44 por ciento de los votantes decidió mantener la pomposa Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Las fuerzas armadas podían respirar tranquilas, sus torturadores no serían llevados a los tribunales.
La justicia estaba atada de pies y manos. La ley de la ignominia seguiría vigente siendo justificada por la doctrina de los dos demonios. Ellos o Nosotros. Y por segunda vez en las elecciones presidenciales de 2009, proceso que llevó a la presidencia al candidato del Frente Amplio, José Mujica. Nuevamente la reforma sería rechazada.
Hoy, los intentos por hacer justicia encuentran múltiples obstáculos provenientes de los partidos tradicionales, la judicatura y las fuerzas armadas.
En este contexto, José Mujica ha dado muestras de integridad política. No ha cejado en el empeño de acabar con la impunidad. Pero al mismo tiempo no ha renunciado a los valores éticos que hacen al militante de izquierda. Vive con recato, sin pomposidades, revalorizando la institución que representa, la presidencia de la República. En otras palabras, despoja al poder de su boato, de los rituales y los mecanismos que hacen del mismo un espacio de lucha para doblegar voluntades e imponer un dominio fundado en la violencia institucional.
Su renuncia a gozar de los favores del cargo constituye una reivindicación de la acción política en su dimensión democrática, ser una práctica plural de control y ejercicio del poder, desde el deber ser del poder, vínculo obligado entre el decir y el hacer. Ese mandar obedeciendo que tanto miedo da a los políticos profesionales que buscan en el espacio público el enriquecimiento o el disfrutar de cotos reservados a camarillas y élites corruptas, cuyas decisiones se toman a espaldas del pueblo y la ciudadanía.
José Mujica, con su comportamiento, desnuda los argumentos que han justificado el distanciamiento entre la sociedad civil y la sociedad política, como parte de la seguridad y la razón de Estado.
No es difícil ver al presidente uruguayo y su compañera caminar por las calles de Montevideo, conducir su coche y realizar actividades cotidianas que hablan de su compromiso y, sobre todo, del desapego a los bienes materiales. No hay aspecto de la política uruguaya donde no se vea la mano de su presidente. La política exterior, educativa, de género, salud, vivienda y derechos sociales y económicos. Sin tanto aspaviento su mandato ha sido el más democrático en la historia del Uruguay contemporáneo. Sin duda con claroscuros, nadie es perfecto, pero ello lo reivindica como uno de los grandes líderes y estadistas de nuestra América. Esperemos que su ejemplo se multiplique, sería señal de que el proyecto emancipador anticapitalista cobra fuerza.