Opinión
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Mar de Historias

Carta al más allá

D

esde lo alto de los puestos cuelgan los esqueletos de cartón, blancos como fantasmas. La diamantina que brilla en las cuencas vacías de sus ojos les inventa miradas. Los labios descarnados dejan visibles hileras de dientes parejos que muerden el vacío. Las corrientes de aire los balancean, los hacen entrechocar y producir una extraña percusión que se pierde entre la música de una marimba y los pregones de los comerciantes.

Esas figuras que la tienen fascinada le recuerdan a Irene que aún no ha terminado de montar su ofrenda. Antes era más grande, abarcaba media sala y resplandecía con las llamas de las veladoras; era tan vistosa y opulenta que las personas se deleitaban mirándola por la ventana.

Desde que Irene ya no pudo pagar la renta y se mudó a un departamentito en una privada decrépita su ofrenda se ha reducido a una mesa en donde apenas caben los panes y la sal, el agua y el tequila, los cigarros y las flores, los retratos de sus abuelos y sus padres y el de Emeterio, su esposo. Lleva ausente 30 años y de todo ese tiempo 22 sin enviarle noticias suyas. Aunque esté vivo, tiene derecho a un sitio en el altar de los muertos.

¿Qué se lleva, marchanta? ¿Qué le damos? Tenemos miniaturas de todos los tamaños. No busque más... Pruebe la calabaza. Flores, flores para sus muertos, canta una anciana que carga en la espalda un canasto repleto de cempasúchiles. A Irene le gustaría comprarle uno o dos ramos para descargarla en algo del peso que la agobia pero no puede hacerlo. Necesita pagar el marco que protege su certificado de primaria. Lo pondrá, junto con la carta, al lado del retrato de Emeterio. Interfiere con su proyecto el grito de una frutera: ¿Qué pasó con las servilletas que le encargué? Irene se aleja y le responde: Luego se las traigo, ahorita lo que me urge es la carta.

II

En previsión de lo que pueda sucederle, el mismo día de su mudanza Irene le entregó a su hija Delia una llave de su departamento, por eso no le sorprende encontrarla parada a mitad del cuarto observando la ofrenda. Le agradece la visita y mientras la abraza deja en el suelo la bolsa de ixtle. Delia no le pregunta qué lleva allí sino por qué estuvo tanto tiempo fuera. Siempre que va a salir su madre se lo dice por teléfono pero esta vez se fue sin llamarla. Para justificar su preocupación menciona la inseguridad que hay por todas partes, la existencia de niños sicarios, las hordas de malhechores en las calles.

Irene podría frenar esa retahíla de advertencias con sólo decir la verdad: Fui a la vidriería a recoger el cuadro que le mandé hacer a mi certificado y me entretuve en el mercadito viendo todo lo que hay para Muertos. Pero en vez de hacerlo guarda silencio. No quiere dar motivo para que Delia le recuerde lo difícil que es para ella y para su marido, Narciso, pasarle una mensualidad. Si no fuera por esa ayuda Irene ya no podría sostenerse con la venta de sus carpetas deshiladas.

Empezó a hacerlas cuando Emeterio, su esposo, se fue al norte. Contar hilos y enlazarlos con la aguja hacía que las horas le resultaran menos eternas. Meses después, al agotarse el dinero que Emeterio le había dejado, pensó en buscar un trabajo. Su falta de preparación fue un obstáculo invencible para conseguirlo y optó por vender sus carpetas. Lo hizo en los alrededores de los mercados en donde estuvo esta mañana, a la entrada de los restoranes y también de puerta en puerta.

hecho de una pequeña clientela pero las ganancias son cada día más raquíticas. Delia le ha propuesto que olvide los deshilados, deje el departamento y se vaya a vivir a su casa. Tenerla allí sería para ella un motivo de tranquilidad y una gran ayuda frente a los problemas domésticos. Irene estuvo a punto de aceptar la invitación pero algo lo impidió.

Un sábado que estaba en el mercado intentando vender sus carpetas apareció un grupo de jóvenes que ofrecían clases gratuitas de alfabetización para personas mayores. Tímida, se acercó a pedir informes. De lunes a viernes, de seis a nueve de la noche en... Irene memorizó la dirección en el Pedregal de Santo Domingo y pasó el resto de la tarde considerando la posibilidad de estudiar. Si se iba a la casa de su hija tendría que confesarle a su yerno –con quien siempre ha llevado una relación cordial pero muy distante– su absoluta ignorancia y tal vez hasta pedirle autorización para asistir a clases. Ambas perspectivas le resultaron insoportables. Esa misma noche le comunicó a Delia su voluntad de seguir viviendo sola pero no le mencionó su proyecto de estudiar.

III

No tienen de qué avergonzarse. Nadie es ignorante porque quiere. Hay motivos ajenos a nuestra voluntad. Mientras la instructora pronunciaba su discurso de bienvenida Irene recordó su vida en Celaya, pensó en su padre, en su oposición absoluta a que fuera a la escuela y en la debilidad de su madre ante los designios paternos. Mientras ellos vivieron se encargaron de resolver sus necesidades a cambio de un sometimiento sin tregua.

Irene se ha preguntado muchas veces qué habría sido de ella si no hubiera conocido a Emeterio. Se entendieron desde el primer momento. Como amigos intercambiaron secretos. Él confesó un robo cometido años atrás y una estancia en la cárcel; ella, el odio que sentía hacia su padre y su ignorancia. Luego, a los 18 años, Irene huyó con Emeterio a la ciudad de México y después, en el primer cumpleaños de su hija Delia, se casaron.

Los comienzos fueron difíciles. Emeterio iba de un trabajo a otro ganando miserias. Por fin logró colocarse en una fábrica de vidrio. Con lo que ganaba pudo sacar a Irene y a Delia del cuarto de azotea en donde vivían y se las llevó a una casa modesta. Fueron años felices hasta que reapareció, agravado, el fantasma del robo. Emeterio huyó al norte. Desde puntos imprecisos le enviaba a Irene algún dinero o la llamaba. Al final de sus conversaciones le decía siempre lo mismo: Si pudieras escribirme una carta podría leerla a cualquier hora y sentirte muy cerca de mí.

IV

Veintidós años después de su última comunicación, Irene va a escribirle a Emeterio la carta que él tanto anheló. Está sentada frente a la mesa de la cocina. Tiene el papel ante sus ojos y el bolígrafo en la mano. Recuerda todas las letras. Sabe cómo unirlas para expresar sus pensamientos pero no se decide a empezar. Duda. No sabe si poner: México, DF, 26 de noviembre de 1991, fecha en que tuvo la última conversación telefónica con Emeterio, o la actual: México, DF, 27 de octubre de 2013.

Al fin opta por incluir las dos fechas y comienza a redactar la carta que pronto ocupará el centro de la ofrenda, junto al retrato de Emeterio. Irene piensa que tantos años de ausencia le dan a su marido el derecho a presidir la reunión con los muertos.