l pasado fin de semana tuvieron lugar en Michoacán hechos que reflejan el grado de descomposición institucional y de fractura del estado de derecho que padece esa entidad. El sábado, varios grupos de autodefensa intentaron tomar la ciudad de Apatzingán para, según decían, liberarla de la delincuencia organizada, pero fuerzas policiales y militares les impidieron el paso; con todo, hubo un enfrentamiento menor entre los que llegaron y las bandas armadas a las que pretendían expulsar. En la madrugada del domingo, grupos armados no identificados atacaron las subestaciones de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en 10 municipios de la entidad, lo que provocó cortes en el suministro de energía que se prolongaron durante todo el domingo.
Los sucesos referidos son los más recientes de una conflictividad que viene de tiempo atrás y que es mucho más profunda y extendida que sus expresiones últimas, la criminalidad y el paramilitarismo. Lo cierto es que tales fenómenos han ido cubriendo huecos de poder generados, a su vez, por la corrosión institucional municipal, estatal y federal. Es ampliamente conocido el control territorial que varias organizaciones delictivas ejercen en distintos puntos de Michoacán y, ante el abandono de las autoridades formales, grupos comunitarios organizados han intentado enfrentar a la criminalidad.
Con todos estos antecedentes, es inevitable ver una suerte de escalada en los ataques de la madrugada de ayer contra la CFE. Estos, así como el intento de incendiar dos gasolineras, fueron dirigidos contra elementos de infraestructura necesarios para proveer a la población de servicios básicos y necesarios para la normalidad. Es decir, parecen haber obedecido al designio de paralizar diversas zonas de la entidad y de hostigar a la ciudadanía.
A juzgar por la movilidad, la sincronización y la organización de los atacantes, la delincuencia organizada en la entidad no se ha visto afectada por los espectaculares y cruentos operativos policiaco-militares realizados a lo largo de todo el sexenio pasado –no está de más recordar que Felipe Calderón los inició precisamente en su tierra natal– ni por el accionar gubernamental en lo que va del presente gobierno federal.
Así, y a pesar de los intentos de la actual administración por minimizar el impacto mediático de la violencia y la inseguridad, es claro que Michoacán se desliza hacia una circunstancia de ingobernabilidad que no va a resolverse por sí misma ni de manera inercial, o ya está inserto en ella. Se requiere de un esfuerzo de voluntad política de las autoridades federales y estatales para involucrarse en la solución de la problemática política, social y económica en que se han larvado el auge y el poderío actuales de la delincuencia organizada.