Carlos Arruza VIII
olvamos pues…
Sometido Carlos a una severa diaria dieta de frijoles, que le disparaba Ricardo Aguilar en un café de chinos ya que ganaba su dinerito como banderillero, veía pasar las hojas del calendario, hasta que llegó la anhelada oportunidad en el coso de la Sultana Norteña y bien que le fue, le jalearon en grande, sólo que, de nueva cuenta, a esperar sea dicho.
Y se hartó.
Después de mucho cavilar, no encontró otro camino que volver a México y al regresar su madre le informó que su padre y Manolo estaban ya en Perpignan esperando que don José se repusiera de su maltrecha salud para emprender el viaje de regreso.
Y con el ánimo más tranquilo, decidió que tenía que aburrir al empresario, así que en punto de las 9 de la mañana estaba ya en su oficina suplicándole le diera chance y se retiraba caída ya la tarde.
Y hubo de piña.
Cortó una oreja y si bien el público y la prensa lo trataron muy bien, nada hubo de repetición y entonces nuestro estimado y añorado amigo, cayó en el desaliento, en la desesperación, pero –como bien cita un refrán– Dios aprieta pero no ahoga y dos noticias vinieron a alegrarle la vida: la primera, que su padre y su hermano habían ya embarcado y, la segunda, la contratación para un festejo en Guadalajara.
Madre e hijo fueron a recibirlos a Veracruz y de inmediato la reunida familia la emprendió rumbo a la capital, pero don José venía tan maltrecho que hubo que internarlo en un hospital y Carlos, Manolo y Javier Cerrillo se fueron a la Perla Tapatía y ahí Carlos la formó en grande, lo que le valió un nuevo contrato mientras su hermano y Cerrillo tomaban parte en los festejos de ferias de Jalisco, mismas que ojalá y sigan siendo ten hermosas y pintorescas, mismas que tanto gocé y disfruté durante mi ya ida juventud.
Ganaron algo de lana y la mayor parte de ese dinero se la remitían a doña Cristina para poder compensarle en algo lo que tanto había hecho por ellos.
Agradecidos hijos.
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Un gran cambio.
Para sorpresa de nuestro biografiado, don Fausto Hernández, empresario del coso tapatío, fue a saludarlo en compañía del caballeroso don Luis Morales, propietario del hotel Morales, sede de lo más granado de la torería, y al ver las condiciones del cuartito donde se hospedaba, le dijo: te vienes a vivir a mi hotel y desde ya.
Y dicho y hecho.
Lo instaló en una amplia habitación, diciéndole que la tarifa diaria sería de ¡tres pesos!, incluyendo los alimentos. Cuando Manolo y Cerrillo vieron aquello no podían creerlo y valga decir que el señor Morales supo tender su generosa mano a muchos novilleros que andaban en busca de fama y fortuna.
Aquel cuarto llegó a ser una especie de institución
, ya que ocasiones hubo en que dormían cuatro o cinco novilleros y una noche fueron 12 los huéspedes; las camas las hacían con capotes y muletas, en tanto que los fundones ejercían
las veces de almohadas.
Ese año de 1937, torearon bastante. En Guadalajara, Carlos alcanzó cierta fama al igual que en los pueblos, en tanto que su hermano y Cerrillo (todavía novillero), actuaron con cierta frecuencia, las más de las veces con buena fortuna.
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Y a México.
Al comenzar el invierno, hubo que volver al DF, donde les esperaban las puertas cerradas, especialmente para Manolo, que no podía torear por aquel absurdo boicot decreta-do por la torería hispana y como Manolo había nacido en Madrid, pese a contar con un permiso especial, tuvo que pagar culpas ajenas.
Ay, la politiquería…
Como El Toreo no le daba a Carlos ninguna oportunidad, estaban los hermanos en igualdad de condiciones
: nada de nada. Así que se fueron a pueblear y lo que por allá les salía de los toriles eran animales toreados o llenos de mañas, por lo que Carlos comprendió que tenía que aprender a lidiar esos bicharrajos, lo que, a la larga, de mucho habría de servirle.
Y nuevos pesares.
Carlos no dejaba de soñar con las glorias taurinas, pero El Toreo y las plazas de importancia ni caso le hacían y como tampoco podía actuar Manolo, los hermanos decidieron buscar mejores aires.
Fue trascendental.
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La eterna canción.
Hay que parar.
(AAB)