arecía ser ésta una oportunidad para rehacer las cuentas fiscales del gobierno y empujar un mayor crecimiento de la economía y con un contenido social reforzado. Pero no se advierte que los objetivos se hayan planteado de modo claro y financieramente sostenible.
Cobrar más impuestos es siempre una tentación para quien gobierna y quien legisla; la historia está plagada de esos casos, mas no hay garantía de que eso sirva por sí mismo, ni siquiera a corto plazo. La equidad puede también promoverse por la vía fiscal, o sea, por el ingreso público y el gasto. Tampoco es garantía que los mayores impuestos provoquen menos desigualdad social.
Los ingresos públicos deben ser suficientes para sostener un gasto coherente en cuanto al destino de los recursos y en función de lo que se quiere conseguir en distintos momentos. Una exigencia es contar con una estructura bien articulada de políticas públicas. Hay una relación necesaria entre el tipo y la cantidad de instrumentos que se aplican, como los que están contenidos en la reforma fiscal y los objetivos que se persiguen, los que no dependen únicamente del monto del dinero que se consigue.
La polémica en torno a lo que se ha legislado en materia de la fuente de los ingresos derivados de los impuestos y derechos tiene dos caras distinguibles. Una es la de los intereses contrapuestos de quien cobra y quien paga, y esto tiene que ver con la legitimidad de la actividad fiscal; no sólo en cuanto a lo estipulado en el derecho vigente, sino en cuanto a su validez política. Esta disputa está abierta de modo claro.
La otra cara se asocia con la naturaleza del Estado y las acciones que emprende el gobierno. El papel del Estado no es único o esencial, sino que emana de su configuración particular en un periodo determinado temporal e históricamente (hoy el Estado mexicano no es el mismo que en 1934-40). Apelar a la función económica y redistributiva del Estado requiere necesariamente una consideración explícita de lo que éste representa.
Desde esa perspectiva, lo que se podría derivar del actual momento fiscal es una exigencia de reforma del Estado. El caso es que incluso este debate está planteado en función de postulados sobre los que no existen consensos básicos. Quienes la promueven tiene demasiados intereses empeñados para ponerlos en riesgo. Ni siquiera en materia electoral funciona el acuerdo político que existe y el IFE sólo produce a los ciudadanos una vergüenza tras otra y a un costo multimillonario.
Lo que ha ocurrido en las últimas tres décadas es, quizás, un alejamiento consistente de dichos consensos a cambio de un gran oportunismo político proveniente de todas partes. Este ha sido, también, un rasgo de la reforma fiscal que nos ocupa.
Un aspecto de la polémica en curso es el del endeudamiento público. Este se ha puesto como un elemento clave de la reforma, se expande junto con una ampliación del déficit y un aumento de los impuestos. Eso hace que se cuestione como parte de los instrumentos presupuestales. Otra cosa es la evaluación del papel de la deuda. Tampoco hay garantía de que se utilice para fines productivos y se cree la capacidad necesaria de pago, si eso no ocurre habrá un efecto económico adverso.
No se trata de satanizar la deuda pública, pero me parece que cuando menos hay que evaluar para qué se usará. El déficit cero y el bajo endeudamiento público no son un mandamiento de gobierno, tampoco su aumento es un dogma en cuanto al modo en que participa el Estado en la economía. La ideología dominante es adversa a la expansión de la intervención estatal, pero no puede eludirla, como ocurre en el marco de la actual crisis financiera en Estados Unidos o Europa. También sucede lo mismo en México.
En la reforma fiscal que se ha aprobado recientemente la deuda aparece como pivote junto con los mayores impuestos. Pero lo que no se ve es cómo el gobierno vaya a ser más activo en su gasto en inversión y, en cambio, si seguirá siendo más pesado el gasto corriente. A esto debe añadirse que se ha cargado sobre el fisco un pasivo de índole estructural con la parte de política social que se incluyó en la reforma hacendaria. La pensión universal y el seguro de desempleo se imputan directamente al presupuesto y lo que no tiene que pasar es que se requiera una nueva carga impositiva para financiarlos o que se engañe a la gente.
Para que la economía crezca y aumenten los ingresos de las familias de modo sostenible se necesitan inversión y empleos, junto con aumentos significativos de la productividad. Eso no está en la reforma fiscal. Los estímulos en esta dirección no están puestos en lo que serán las nuevas leyes fiscales y el presupuestos de egresos. Los consensos no se han trabajado y, a la larga, el ingreso fiscal del gobierno puede reducirse si la economía no crece y con ello la recaudación.
La reforma se está haciendo en un entorno de fuerte desaceleración de la producción y sus efectos pueden ser incluso más recesivos, al contrario de lo esperado. En todo caso esta es la oportunidad de reforma de este sexenio y el modo en que se ha instrumentado mostrará sus efectos en poco tiempo.