lice Munro creció en una casa donde no había baño interior. En una casa donde sus habitantes eran muy pobres pero en la que siempre había libros. Formada en la doctrina presbiteriana ideada por John Knox, Munro ha retratado como pocos esas comunidades puritanas para quienes acumular riquezas era una frivolidad y la lectura de la Biblia casi una obligación moral.
Tal vez por ello le siguen escandalizando las series televisivas donde se muestra la riqueza de manera ostentosa. Y tal vez por eso escribió gran parte de sus libros después de preparar la comida y mientras sus hijos tomaban una siesta. Trabajaba duro hasta que alguno de sus pequeños despertaba. La ética protestante perfilada por Max Weber pero con una diferencia respecto a otras iglesias surgidas de la Reforma como el calvinismo: sin la necesidad de acumular riquezas.
Alice Munro no ha sido una escritora de tiempo completo pero sí una escritora de toda la vida. Aún ahora, con más de 80 años, le angustia dejar de escribir aunque haya dicho que dejaría de hacerlo, sin cumplirlo, hace tiempo.
Acostumbrada a vivir en aquellas pequeñas comunidades donde la vida privada es casi inimaginable, Munro se ha dedicado a escribir todos los días del año sin importar los festivos para contarnos con palabras la veleidosa condición humana que a veces, con los años, nos convierte en aquello que de jóvenes aborrecimos.
¿Cómo logró rescatar Alice Munro ese mundo rural tan crudo, tan devastado de sus cuentos y relatos sin chantajearnos con la miseria? ¿Cómo pudo mantener en sus historias las pulsiones del sexo en la cotidianidad de pequeños pueblos donde en apariencia no ocurre nada y cómo ha logrado mostrarnos incluso la ambición en lugares donde la constante es la austeridad? Mejor aún: ¿cómo logró transformar su biografía en literatura y el paisaje boscoso o lleno de nieve en personaje? ¿Las pequeñas historias de familia en grandes emociones?
Sin desplantes estilísticos para llamar la atención Munro practica desde muy joven el sano ejercicio de la claridad. Más que sorprender al lector busca envolverlo, llevarlo a las atmósferas de sus historias para que éste con su imaginación termine de construirlas y se sorprenda.
Han escrito que lo no dicho en los textos de esta escritora importa tanto como lo escrito. Y es cierto. En su libro La vista desde Castle Rock, Munro escribió en uno de sus relatos algo que podríamos aplicar a toda su obra: sus cuentos conceden más importancia a la verdad de una vida de lo que suele hacer la ficción. Pero no tanta como para dar fe de ella
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No me extraña que el novelista estadunidense Jonathan Frazen haya escrito en un texto memorable publicado en The New York Times hace casi una década que una escritora casi desconocida fuera de Canadá lo había conmocionado.
Según Frazen era imposible hacer con justicia una sinopsis de sus cuentos reunidos en Runway (Escapada), imposible reducirlos a algunas citas. Según él, Munro era quien mejor estaba escribiendo en América del Norte. El título de su texto no dejó lugar a dudas: Read Munro! Read Munro!
Y vaya que antes de que se le concediera el Nobel, Munro era una autora poco conocida. The New Yorker le llegó a rechazar algunos de sus cuentos porque tocaba temas demasiado familiares y en nuestro país sus editores en español llevaron sus libros al remate anual de ejemplares del Auditorio porque no se vendían. La crítica especializada, por su parte, parecía estar más preocupada por el circo literario con sus premios y presentaciones que por dar a conocer la literatura. Quizá soy injusto al decir esto último: no para toda la critica pasaron desapercibidos sus libros. La escritora Aline Pettersson es prueba de ello.
Quizá por su brevedad los relatos de Munro tienen momentos de gran intensidad como en el que nos habla de esas comunidades puritanas en las que nadie cocinaba en domingo por ser día del Señor y en los que los hombres utilizaban sus ásperas manos de campo para pellizcar los pechos de cualquier mujer sospechosa de haber concebido un hijo ilegítimo por si una gota de leche la delataba
. Otro momento que asombra y se adhiere a la memoria es cuando nos cuenta de un viejo pastor vencido por la enfermedad que desde su lecho abría una ventana para dar a sus fieles su mensaje evangélico que escuchaban atentos a pesar de la lluvia.
Quizá los personajes de los cuentos de Munro resultan tan vivos porque son como nosotros: contradictorios y constantes como el agua de un río. No es una locura suponer por eso mismo que el tiempo, gran constructor, gran destructor, sea el tema de sus libros. En sus historias todo se transforma, todo presente está construido con los vestigios de lo que pasó y se dirige al ya no más. En lo banal Munro encuentra el cogote de la vida con todas sus pulsiones y sus sueños, con las pesadillas que engendra, con las omisiones que también construyen por nosotros.
No se si Alice Munro es, como dicen, la Chéjov canadiense. Estoy seguro en cambio que es una maestra del relato corto que escribe mucho y corrige más; que sus cuentos más que eficaces son emocionantes.