l pasado fin de semana integrantes de un grupo de autodefensa tomaron la localidad de Parácuaro, Michoacán –cabecera del municipio del mismo nombre–, donde desarmaron y encerraron a los policías municipales y se enfrentaron con presuntos integrantes de la organización delictiva Los caballeros templarios, con un saldo de un muerto entre las filas de los recién llegados. El domingo sujetos armados no identificados incendiaron varios autobuses en la carretera Cuatro Caminos-Apatzingán, y ayer una facción contraria a las autodefensas, encabezada por el síndico Inocencio Cabral, retuvo varios vehículos y amenazó con incendiarlos si los ocupantes no se retiran de Parácuaro. Todo ello ante la inacción de las corporaciones oficiales responsables de salvaguardar la seguridad pública.
En Michoacán y Guerrero la incapacidad o la falta de voluntad de los tres niveles de gobierno ante la embestida del crimen organizado –el cual ha pasado de su actividad principal, el narcotráfico, a controlar diversos aspectos de la economía de la entidad– dio margen al surgimiento de grupos armados de diverso signo que buscan contrarrestar a los cárteles.
En un principio, diversas localidades de ambos estados, azotadas por la delincuencia y abandonadas a su suerte por las policías estatal y federal y por las fuerzas armadas, generaron sus propias policías comunitarias. Por su parte, organizaciones de agricultores y ganaderos michoacanos han establecido grupos de autodefensa para hacer frente a las extorsiones, los secuestros y los asesinatos perpetrados por las organizaciones criminales.
En consecuencia, hoy los grupos armados civiles coexisten de maneras ambiguas y confusas con corporaciones policiales y militares oficiales, lo cual, lejos de fortalecer la seguridad pública, la torna incluso más precaria y frágil.
El poder ganado en los últimos lustros por grupos delictivos –como Los caballeros templarios en Michoacán, y muchos otros en diversas regiones del país– no sólo se explica por la debilidad de las policías locales sino, sobre todo, por una descomposición estructural que permite a los criminales comprar la protección o la inacción de las corporaciones públicas y hacerse con información y hasta con el mando de ellas. En esa medida, para hacer frente a la criminalidad se tendría que empezar no por acciones y despliegues policiales o militares espectaculares –como era del gusto de la administración pasada–, sino por un combate frontal, comprometido y profundo a la corrupción dentro de las instituciones públicas.
A falta de ello, y ante la inacción de las fuerzas del orden frente a los hechos mencionados, cabe preguntarse hasta qué punto las autoridades están dejando que sean los propios civiles los que se hagan cargo de enfrentar a la delincuencia organizada. Si fuera el caso, sería una apuesta extremadamente irresponsable, además de peligrosa para la gobernabilidad y la estabilidad: la tarea primaria del Estado es garantizar, mediante el monopolio de la fuerza legítima, la seguridad de la población; si abdica de ella, resulta inevitable suponer que el Estado no sirve para nada.