na inaudita concentración de la riqueza; el horror macabro de los asesinatos masivos y cotidianos; la fuga incontenible de las zonas rurales hacia un destino inseguro de discriminación y desprotección social en un país extraño y hostil; el apoderamiento de los bienes naturales y de los recursos productivos por corporaciones extranjeras; el aumento de la corrupción en el uso de los puestos públicos como si fuesen botín de guerra; la destrucción sistemática de las conquistas sociales y políticas de la Revolución Mexicana; la continua restricción de los márgenes para la democracia, el ataque a fondo contra la sanidad, la educación, la protección a los trabajadores, indígenas, campesinos; la militarización del país utilizando al Ejército como policía y corrompiéndolo, mientras el gobierno somete el país a la dominación abierta de Washington: esta es la cara siniestra de la moneda mexicana.
Pero está también la otra cara, la de la resistencia de masas que crece como ola de fondo, día a día. Pocas decenas de miles de indígenas zapatistas militarmente organizados, apoyados en un par de centenas de miles de otros indígenas-campesinos locales, resisten desde hace 20 años frente al Estado y crean los gérmenes de una organización local más democrática y no capitalista, aunque estén incluidos en el mercado y en el Estado capitalistas de los que tratan de separarse. Así, un poder popular local, de masas y asambleario, enfrenta desde hace décadas al poder del capital nacional y extranjero, y el semiestado nacional ha perdido en las zonas zapatistas el monopolio legítimo de la fuerza, si es que alguna vez lo tuvo.
Al mismo tiempo, a las fuerzas armadas del semiestado en descomposición no se le oponen sólo las bandas bien armadas del narcotráfico, que mueven decenas de miles de sicarios y de secuaces y están infiltradas en todos los niveles de ese semiestado. También aparecen las policías comunitarias y los grupos de autodefensa en todo el México central, particularmente en Michoacán, Guerrero y Oaxaca, allí donde hay comunidades campesinas y grupos indígenas que mantienen sus lazos comunales y solidarios. Estas organizaciones populares, brazos armados de sus comunidades, expresan también la decisión de construir desde abajo bases para otra relación social y política. Son decenas de miles de combatientes que se apoyan en asambleas, las cuales escogen y mantienen a quienes toman las armas en su defensa y compensan a las familias por los brazos perdidos en beneficios de todos, discuten qué hacer y hasta dónde ir, establecen un poder popular en las comunidades y una democracia basada en el fusil en manos de los trabajadores y en la justicia popular autoadministrada.
Estos grupos de hombres y mujeres armados, y no el aparato represivo del semiestado capitalista, son los que ejercen el monopolio de la violencia legítima y tejen una red de enlaces federativos que se extiende cotidianamente y que cuenta con un caluroso apoyo popular. Al mismo tiempo, y en otro nivel, aunque no en contacto estrecho con los grupos de autodefensa, se crean las bases organizativas y legales de la Organización Política de los Trabajadores (OPT) que agrupa a sindicatos y a formaciones de izquierda que buscan una salida política independiente del Estado a la crisis del capitalismo en el país y a la crisis de dominación que sufre la oligarquía en el poder. Igualmente, millones de personas se agrupan en Morena, tratando de preservar lo que queda de los derechos democráticos y esa fuerza, por ahora electoral, no es insensible a la resistencia indígena ni a la acción auto organizada de las comunidades con las que mantiene viejos lazos sociales y culturales y podría, si las cosas se precipitasen, saltar por sobre su actual esperanza electoral y legalista. Por último, sectores de la intelectualidad –maestros rurales, amplios grupos estudiantiles y jóvenes profesores– se incorporan por otra parte con sus luchas y con su actividad a este magma social en movimiento, que aún carece de un objetivo común explícito.
Por supuesto, los zapatistas no son anticapitalistas: buscan sólo reformar al México del capital y los narcos para que los indígenas puedan gozar de condiciones de igualdad con los demás oprimidos y mejorar algunas medidas y leyes. Las policías comunitarias, los grupos de autodefensa, defienden los derechos democráticos pisoteados y las vidas y derechos de los integrantes de sus comunidades y no pretenden abatir el sistema. Las luchas obreras son defensivas y no pretenden un cambio social, sino precisamente impedir cambios sociales para peor, hacia atrás. Son muy pocos los anticapitalistas y menos aún los autogestionarios y tienen todavía muy escasa audiencia. Pero las revoluciones no las preparan sólo los revolucionarios y menos aún las hacen sólo ellos. Las prepara e impone la acción salvaje de las clases dominantes, que niega toda posibilidad de reformas progresistas. En cuanto a los oprimidos, luchan por preservar las conquistas anteriores pero, para conservar hay que cambiar las cosas, las relaciones y las propias ideas, como demostraron los indígenas chiapanecos del EZLN en 1994, los indígenas ecuatorianos en 1990 y los bolivianos en la guerra del agua.
Lo importante es que hoy se mueven pueblos enteros y no detrás de líderes, sino creando dirigentes para cada acción y cada lucha. Es la auto organización, la creación de experiencias de poder local, la disputa al semiestado del monopolio de la violencia legítima. Es el aumento de la autoconfianza y de la creatividad social, que une elementos restantes de la vieja vida comunitaria en descomposición con métodos y objetivos propios de un nuevo poder democrático y popular. Por supuesto, nada nace puro y en los nuevos movimientos puede infiltrarse gente que quiere que otros le eliminen a su enemigo. Pero la vigilancia comunitaria puede reducir su impacto. Hoy estamos viendo nacer las bases de una nueva bola.