n general, los economistas saben que tratándose de proyecciones siempre hay enfrente una doble jornada. Primero formularlas, basándose en los mejores datos y los más robustos modelos
, para luego adornarlas y buscar su aceptación en la opinión pública y así convertirlas no sólo en extensiones de la realidad presente, sino en expectativas que contribuyan a un mejor futuro. Pero ahí no termina la tarea. Con el paso del tiempo, los proyectistas tienen que dedicarse a explicar por qué sus perspectivas fallaron y al mismo tiempo buscar que tal deficiencia no se descarrile en una tormenta de desilusión, depresión y enojo en la población y sus grupos y sectores más importantes y poderosos.
Se trata de una tarea permanente, pero sus subidas y bajadas no son inocuas. Al incrustarse en los procesos básicos de comunicación y modulación de la opinión, sus oscilaciones dejan huella en el ánimo social y pueden trastocar los escenarios –la arena, diría mi querido colega Juan Castaingts–, donde se tejen y destejen la estabilidad y la dinámica de la economía política.
En estos días de nuevo año, el gobierno se ha dado a abonar el campo de las expectativas, asegurando que después del año de las transformaciones
viene el primero de la eficacia y los logros prometidos con las reformas constitucionales aprobadas en 2013. Según esto, 2014 será mejor para la economía y gracias a ello para el conjunto de la sociedad. Habrá más empleo y se fortalecerán los fundamentales
, como les llaman los párvulos a los equilibrios externos y el fiscal. También se espera que la seguridad pública encuentre un punto de inflexión gracias a nuevos planes y estrategias, como los que parecen estarse ensayando estos días en el atribulado estado de Michoacán.
Santo y bueno y, dirían algunos, allá ellos con esta nueva versión del aprendiz de brujo. Sin embargo, el pasatiempo del grupo gobernante tiene nombre y nos involucra a todos, lo queramos o no. El juego se llama consenso fabricado a partir de ilusiones que se nutren de una incertidumbre dispersa y generalizada que en la sociedad genera reclamos de orden, con mano dura o sin ella. Y aquí sí que todos estamos en el mismo barco. De aquí la importancia que tiene para nuestra vida pública abordar el discurso de los que mandan y quieren dirigir, y someterlo a una crítica que pueda derivar en formas novedosas o renovadoras de hacer política, hasta hoy sometida a la presión inaudita de los poderes de hecho.
En ello nos va mucho del futuro que podríamos construir para empezar a trazar un nuevo curso que se hiciese cargo de capacidades y debilidades, ostensibles y ocultas, para desde ahí delinear un mapa de nuestras posibilidades y el significado profundo de la eficacia del Estado, que no es sinónimo de que el gobierno haga lo que le plazca en función de intereses y objetivos que poco o nada tienen que ver con el interés nacional.
Digamos, para empezar, que no conviene confundir perspectivas con expectativas, mucho menos cuando las esperanzas provienen de nuestros deseos e ilusiones. De eso se sabe, y mucho, en el establo de las proyecciones económicas. Sin duda, cuando hay expectativas positivas, la hosca realidad inmediata puede verse afectada por ellas en el mismo sentido y dar lugar a mejores horizontes que induzcan a construir nuevas formas de convivencia social, tomar decisiones de arriesgar e invertir, y a formas de cooperación social que reproduzcan el clima creado.
Pero exagerar en la creación y el festejo de expectativas, festejar sus posibilidades, cuando además no guardan relación clara y directa con lo que realmente pasa, lleva a frustraciones y decepciones que se vuelven contra el optimismo original, distorsionan los planes más conservadores y auspician oleadas de pesimismo que repercuten en la cohesión social. Se iría entonces contra la cooperación productiva y se desalentarían planes de inversión, para llegar a la salida de capitales o la reducción del flujo de la inversión foránea. De estos desbarajustes está poblada la historia reciente de nuestra economía política, en especial a partir de su apertura externa y de su entrada al reino del mercado.
Las perspectivas económicas, pero también las políticas, para el año se ubican entre estos extremos. La economía difícilmente crecerá como lo pronostican el gobierno y el Banco de México y las tan traídas y llevadas reformas estructurales no rendirán este año los grandes frutos que se prometen. Ni el Banco Mundial ni la OCDE, tan entusiastas con las reformas, comparten las proyecciones anunciadas por el gobierno y más bien convocan a la prudencia y la cautela. Por su parte la seguridad, en el mejor de los casos, seguirá su camino tortuoso, ominoso e incierto, hacia algún tipo de normalización inconclusa más adelante, y la convivencia política y comunitaria entre los mexicanos seguirá la pauta de incertidumbre, desconfianza y crispación espasmódica que le ha caracterizado en lo que va del siglo.
No se trata de oponer al optimismo oficial un pesimismo del mismo grado. Lo que urge es una deliberación reflexiva que no rehúya los datos y tendencias negros o grises de nuestra realidad y nos lleve pronto a construir una auténtica visión integral y colectiva para hacer de la adversidad palanca para la acción. Pero ello demanda una nueva política, sustentada en el rescate de la tradición constitucional, como hoy reclaman destacados artistas e intelectuales que han recibido el Premio Nacional. Al pedir a la Suprema Corte que atraiga las reformas constitucionales en materia energética y revise el proceso que llevó a su atrabiliaria aprobación, estos mexicanos distinguidos por el Estado y reconocidos por la sociedad nos permiten imaginar la posibilidad de ascender a otro plano del intercambio y la acción política.
Sin negar la importancia que puede tener y ha tenido la movilización, la iniciativa se inscribe en el terreno de la política constitucional tomando en serio a los poderes que constituyen el Estado, y exigiendo a quienes hoy los detentan que hagan lo propio. Recurrir a la Suprema Corte para iniciar un proceso sin duda renovador, puede ser un buen principio para emprender una tarea indispensable: animar la rehabilitación de los otros poderes de la Unión que, en su precipitación, han erosionado su legitimidad, de por sí precaria.
De ser así, estrenaríamos entonces una manera bien distinta de entender y vivir la política… para, desde la Constitución, volverla patrimonio de todos.