o cabe duda de que la violencia tiene un lugar especial en la sociedad y en el imaginario nacional: no bien se hubieron minimizado las grandes cifras del delito para sustituirlas por discretos informes, la realidad puso de nuevo las cosas en su lugar. En Michoacán, al menos, fracasaron los planes oficiales para cercar y disminuir la expansión del delito, para reducir su carga cotidiana en la vida común de la gente. Las bandas criminales, combatidas mediante aparatosos operativos contra los cabecillas, siguieron actuando pese a la presión de las fuerzas armadas, sin abandonar sus territorios, dueñas y señoras de vida y haciendas de las comunidades. Ricos y pobres padecieron la extorsión, el derecho de pernada, la humillación inicua de un poder sin más límite que su capacidad de replicarse. Durante mucho tiempo, en vastas regiones no hubo quien (salvo otras bandas rivales) les intentara poner un freno a los llamados Caballeros templarios, nombre que, más allá del sueño trivial, arcaico, derivado de la leyenda heroica, remite al sedimento religioso que a contrapelo de toda supuesta modernidad persiste en las capas profundas del mundo rural michoacano. Decían ser los salvadores, pero los códigos de honor se convirtieron en letra muerta para agraviar más y más a la gente. Ya fueran ricos ganaderos o cortadores de limón, todos debían pagar su cuota en especie y sumisión a los todopoderosos vigilantes apostados en las corporaciones municipales o protegidos por las autoridades superiores.
Si la defensa de la comunidad ante el embate de otros cárteles le dio a los templarios la legitimidad originaria para actuar al margen de la ley como si fueran un Estado feroz y rudimentario, la inevitable cadena de abusos que está en la lógica de la actividad delicuencial terminó por crear fisuras en el monolito criminal y así surgieron las primeras autodefensas, ante el desconcierto, por no decir el pasmo, de la autoridad, que vio cómo poco a poco se iban materializando las peores hipótesis contenidas en el manual de seguridad. Se mencióno el fantasma de la narcoguerrilla y el riesgo perceptible del paramilitarismo como salida oficiosa ante la espiral generalizada de la descomposición social perceptible en esos lugares de la República. Quizá alguno creyó posible usar a esos grupos pensando en cortarles la cabeza más adelante, pero es difícil saber qué planes tenía, si los tenía, el alto mando. Decir que los toleraba o no es especular, pero lo que resulta incontrovertible es que detrás de aquellos precipitados alzamientos asamblearios estaban ciudadanos desesperados que no tenían a quién acudir y en quién confiar. La promesas oficiales habían agotado su paciencia. Y vino el miedo. Se alzó la voz contra los que sacaban las armas para tomar las plazas de los templarios, pero se olvidaba el origen, o al menos unos de los orígenes, de esas crudas manifestaciones de justicia por propia mano
, como si, en efecto, se tratara de darle una patente de corso a tales grupos armados. Nada sería más absurdo, y más peligroso, que darle alas al paramilitarismo en cualquiera de sus formas, pero es hora de que la queja venga acompañada de la exigencia de que quienes sí tienen responsabilidad por la seguridad de la gente cumplan su papel.
A las autodefensas no se les puede tratar en el mismo plano que a los criminales (y en todo caso habría que identificarlas una a una); hay que darles una tarea útil enmarcada en la ley, desalentando todo propósito de permanencia que no esté legalmente considerado, haciendo a un lado el doble discurso de los predicadores profesionales del estado de derecho
al margen de la vida concreta. Le sobra razón a Claudio Lomnnitz cuando escribe “que el trabajo de reconstrucción de esta región michoacana pasa no sólo por una organización más efectiva y más justa del Estado… sino también por una recomposición de las relaciones comunitarias”. Este es el gran desafío, cuya atención requiere, y así se verá con el tiempo, de un replaneamiento a fondo de las prioridades nacionales.
No es posible vivir la fantasía de la riqueza obtenida malgastando los recursos nacionales, al mismo tiempo que se pretende, en pleno siglo XXI, ganarle el hambre a la pobreza, tarea necesaria que no acaba de ser tomada como parte del capítulo de reconstrucción nacional que los reformistas de hoy escamotean.
A Jorge Ballester. A los suyos.