esde hace ya unas dos, mejor dicho tres décadas, varios analistas, académicos e intelectuales han insistido, una y otra vez, en aconsejar a los detentadores del poder cambiar el actual modelo de acumulación vigente. Lo proponen volteando a ver sus efectos en la sociedad que, sin duda alguna, han sido terribles casi en todos los órdenes de la vida personal y organizada en común. Enfocan sus baterías sobre los líderes visibles del oficialismo y de ellos esperan que oigan sus desinteresados y sólidos consejos. A pesar de los oídos sordos que han encontrado, no cejan en sus afanes. Con reciedumbre inigualable continúan hasta este inaugural tiempo sexenal de abierta y hasta feroz continuidad en su cometido redentor. En el transcurso de los años se han armado con herramientas no sólo económicas, o las sociales acostumbradas, sino que han recurrido a la historia y a la mismísima filosofía política para ensanchar sus argumentos. Pero todo ha sido en vano. El grupo rector, bien encaramado en las cúspides decisorias no cede ni un solo milímetro y hasta arrecian y endurecen el paso, como sucede hoy día. Las alarmas sobre posibles violencias por venir tampoco han surtido efecto.
El priísmo que sucedió, allá por los principios de los ochenta, al nacionalismo revolucionario sucumbió después en medio de una decadente, frívola insolencia. Sus tres sexenios seguidos de ensayo fueron tan onerosos como incapaces de vislumbrar un atractivo destino colectivo donde la igualdad fuera, en efecto, el cometido prioritario. El mismo crecimiento, apuntado a cada paso retórico, se evaporó enroscado en los usuales desplantes de sus actores de primera línea. Por su parte, la grosería de la nueva plutocracia no hizo tampoco esfuerzo alguno por educarse, por sensibilizarse para ver, aunque fuera de más lejos, las tribulaciones de las mayorías. Siguió su ruta de trampas, apañes y complicidades para enriquecerse y, al mismo tiempo, ofrecer al mundo (constreñido éste a los inversionistas) una empobrecida masa de trabajadores sujetos, sin contemplaciones, al más curtido desamparo. De la Madrid, Salinas y Zedillo, junto con sus múltiples adláteres, terminaron hundiéndose en su propia rapacidad mediocre, y con ellos naufragaron los continuos alardes de instalar a México aunque fuera en una esquina cualquiera de la modernidad.
La trágica docena panista de poco ha servido para ensayar cambio alguno. Siguieron, cada vez con menos donaire, presentando el idílico panorama de sus émulos priístas. Nada nuevo introdujeron, ni siquiera el ansiado cambio democrático se sostuvo. Fox, y su procacidad mental, dieron inmediata sepultura a toda esperanza de avanzar en bien del pueblo. Con sus dicharachos y falta de cordura y, sí, con mala leche y rencor, frustró los afanes por inaugurar una ruta alternativa, aunque fuera de alcance parcial. La susodicha modernidad elevada ya a mantra, soportada por un sustrato de fe sin consistencia, esparcida a diestra y por venir, quedó enroscada en el horizonte nacional. Pero la posibilidad de su concreción ya escapa a toda razón. Se ha convertido en una fantasmagoría sin asideros que le den solidez, presencia efectiva. El calderonato, por su parte, nunca pudo superar la precariedad legal de su origen. Los que se encaramaron con Felipe de Jesús en el Ejecutivo federal mostraron casi de inmediato sus carencias de imaginación y nulo liderazgo. El tamaño de sus limitantes conceptuales, sus riñas internas, la poquitera corrupción que hasta hoy los envuelve, hicieron de su periodo un calvario de frustraciones. La inseguridad y las tropelías y desprecios por los derechos humanos fueron la marca registrada de una desvencijada administración pública.
Pero muchos críticos actuales insisten con pasmosa regularidad en aconsejar a los de arriba un cambio de rumbo. Tienen a su alcance todo un arsenal argumentativo: la muy exhibida desigualdad imperante, el escaso crecimiento económico, el abultado desempleo, la rijosa informalidad, la debilidad del consumo agregado, la concomitante pobreza y marginalidad, inversión faltante, la documentada crisis mundial de la globalización y el financierismo como envolvente rector exponen, con cada vez mayor claridad, las consecuencias de la continuidad. A pesar de que se describen, en sus exposiciones y con grotescos ribetes, los resultados y amenazas si el poder se empeña en refugiarse en el modelo vigente de acumulación desmedida, las élites redoblan el paso y fuerzan el empeño. Al parecer no hay oídos para tal propuesta de cambio por más que su necesidad aparezca con peso indubitable. La cerrazón de la plutocracia es total, cegatona y torpe. La engalla el respaldo que reciben, con fuerza y capacidad persuasiva desde los centros de dominio hegemónico. La alternativa a tal estado de asuntos sólo puede tomar visos de realidad si se profundiza y ensancha la conciencia colectiva para optar por caminos diversos, de arranques igualitarios y reciedumbre nacional. Aprender de recientes experiencias (Michoacán) donde la insurgencia popular ha puesto contra la pared al mismo crimen organizado y ha obligado al oficialismo, en todos sus niveles y posturas, a seguirlos en sus tareas y pendientes.