Gabriel García Márquez y su gozosa, mesurada taurofilia
Gracias a su libro desperté a la literaturaFoto tomada de Heraldo.es
M
e paso de prudente por mal pensado
, dijo alguna vez el prolífico escritor Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927-ciudad de México, 17 de abril de 2014), conocido como Peluca en su juventud, por su abundante cabellera, y también como Gabo, cuya maravillosa obra literaria, mal que les pese a muchos, ha hecho y seguirá haciendo más amoroso y habitable este planeta, como corresponde al verdadero arte.
¿Tan mal pensaría el notable autor colombiano y universal de una fiesta de toros colonizadora, que mejor optó por disfrutar lo que de ella fuera quedando antes que cuestionarla, incluso con prudencia? Como el agudo pensador de izquierda que fue, sin confundir, como otros autores, legalismos aparentes con injusticias permanentes, ¿por qué se abstuvo de pronunciarse no ya en torno a aspectos técnicos de la lidia, sino al interesante fenómeno sociocultural, idiosincrático, histórico-político e ideológico de la fiesta de toros en su natal Colombia en particular, y en el continente inventado
en general?
La aguda percepción y fina sensibilidad que Gabo desplegó como creador, investigador y estudioso de las realidades, los usos y costumbres, las nefastas contradicciones y profundas desigualdades de su pueblo, su país y el resto de Latinoamérica, debido en buena medida a las políticas colonialistas, de Europa primero y de Estados Unidos enseguida, no alcanzaron para incluir en su vasta obra nada que tuviera que ver con el toreo y menos con la postrada y dependiente tauromaquia colombiana, con las confirmadoras excepciones de José Zúñiga Joselillo de Colombia, Pepe Cáceres y César Rincón. Demasiado poco en cuatro siglos.
En este sentido, el autor de tantos cuentos geniales, novelas espléndidas y ensayos y reportajes brillantes, acusó hacia el espectáculo taurino una actitud más o menos similar a la de la mayoría de los intelectuales y escritores latinoamericanos, si bien con importantes salvedades: no incurrió en la penosa visión colonizada de su descontador
Mario Vargas Llosa o en los circunloquios bien intencionados de Carlos Fuentes; evitó caer en el antitaurinismo del pensamiento único, tan del gusto del imperio gringo, sus cómplices y seguidores, y no tuvo inconveniente en asistir a cosos de ambos continentes, recibir brindis y emocionarse, a veces, con el perturbador diálogo entre toro y torero.
La fuerza ideológica, económica y mediática para difundir e imponer el pensamiento único –y antitaurino– en todo el orbe, habría encontrado en voces tan elocuentes y prestigiadas como la de García Márquez un importante contrapeso que atenuara esos ataques y afinara una defensa más sólida y a la vez cuestionadora del inequitativo orden taurino mundial.
Sin embargo, la complicidad de sucesivos gobiernos latinoamericanos con los centros de poder a lo largo de los pasados 200 años, incumpliendo el espíritu y la letra de las constituciones respectivas y, consecuencia de lo anterior, la debilidad de los mandatarios al someterse a las imposiciones del pensamiento único, hasta considerar a la fiesta de los toros como expresión política y culturalmente incorrecta, sirvió para comprobar que casi todos han sido gobernantes sin temple, no sólo en su limitada percepción política de la fiesta de toros.
Si bien una parte del problema son los metidos a presidentes y sus beneficiados de dentro y de fuera, la otra es la manipulada sociedad que en estos deficientes sistemas democráticos cree elegirlos, con las consecuencias por todos conocidas en los 100 años anteriores, sobre todo de soledad e incomunicación colectiva.
Ese abismo entre clase gobernante y élite económica ante la sociedad, sumada a la globalización asimétrica, necesariamente ha determinado el concepto, comprensión, métodos y desviación de la fiesta brava en los países latinoamericanos, reflejo –no olvidarlo– de un abusivo sistema ideológico y económico, desventajosos tratados de libre comercio, nefastas políticas neoliberales y creciente banalización del peligro y la muerte en migraciones inéditas y en una sospechosa guerra contra el narcotráfico.
Haber denunciado que en Colombia y el resto de los países taurinos latinoamericanos prevalece una universalidad unilateral del toreo que privilegia a las tauromafias extranjeras y locales sobre la aletargada tauromaquia de esos pueblos, corresponsables, repito, de su endémico rezago en lo taurino y en lo demás, hubiese sido manera importante de pronunciarse en favor de una fiesta de toros más justa, menos colonizada y más identitaria. En todo caso, luego de su más que lograda existencia, siempre se agradecerá ese guiño respetuoso del Nobel de Literatura hacia el entrampado rito táurico, mientras analfabetos multinacionales intentan prohibir esta milenaria y degradada tradición.