n un comunicado emitido ayer con motivo del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos indicó que México enfrenta una situación crítica en materia de desaparición de personas
, y llamó al Estado mexicano a reconocer la competencia del Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU y a emitir una legislación general e integral en la materia.
Los señalamientos críticos del órgano multinacional coincidieron en la fecha con las afirmaciones del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia, de que en el transcurso del año no se ha reportado ningún caso de desaparición forzada atribuible al Estado, si bien “sigue habiendo levantones o situaciones donde el crimen organizado va privando de libertad a las personas”.
Exculpatorio o no, el señalamiento del ombudsman nacional parece omitir una consideración elemental: que el Estado mexicano tiene responsabilidad en todas y cada una de las desapariciones en el país, con independencia de quiénes sean los autores materiales, y que esos crímenes, como recordó la propia ONU, trascienden por mucho a los ocurridos en el marco del clima actual de violencia delictiva, pues se han registrado a lo largo de la historia del México contemporáneo, con particular énfasis en periodos como la guerra sucia.
Por desgracia, el destinatario de los llamados de la ONU es un entramado institucional que hasta ahora ha mostrado una total falta de capacidad, que raya en indolencia, para combatir ese flagelo. Un ejemplo de ello es el descontrol que prevalece en las cifras oficiales: cabe recordar que en mayo pasado, en el contexto de una comparecencia en la Cámara de Senadores, el titular de la Secretaría de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, informó que la cifra oficial de personas no localizadas
en el país –eufemismo para referirse a los desaparecidos– se redujo en 70 por ciento, al pasar de 27 mil a 8 mil individuos; un mes después, el mismo funcionario dijo que los registros oficiales de desapariciones habían ascendido a 16 mil casos. La semana pasada, la Procuraduría General de la República afirmó que en total había 22 mil 300 individuos no localizados. Todas esas cifras contrastan con las manejadas por la propia CNDH, cuyos registros arrojan 24 mil casos de desapariciones. Por lo demás, diversas organizaciones han manifestado escepticismo justificado respecto de los criterios a que obedecen las depuraciones
de las bases de datos oficiales, en la medida en que no hay indicios de hallazgos masivos de personas en esa circunstancia.
Todo lo anterior hace pensar que el Estado se ocupa más en ajustar a la baja la cifra de desaparecidos, mediante tecnicismos y manejos incomprensibles de la información, que en encontrar a las víctimas.
Sin duda los casos en los que el esclarecimiento y la procuración de justicia resultan más practicables –y con mayor razón, exigibles– son aquellos en los que hubo servidores públicos involucrados en las desapariciones de personas, pues eso las convierte en desapariciones forzadas, las cuales pueden constituir, a su vez, un delito de lesa humanidad, que no prescribe porque se sigue perpetrando en tanto el ausente permanece desaparecido. La responsabilidad de las instancias de procuración e impartición de justicia en esos episodios se torna aún más ineludible. Pero no son los únicos. El compromiso del actual gobierno ante las desapariciones perpetradas en el país no puede limitarse a la enumeración y sistematización de los casos –tarea que ha resultado, por lo demás, desastrosa–: para que resulte creíble debe llegar también al esclarecimiento y a la sanción a los responsables.