l pasado fin de semana se ofreció en el Teatro de las Artes la ópera de Federico Ibarra anunciada como El Principito (recuerdo haberla conocido como El pequeño príncipe), que se llevó a cabo en tres funciones a teatro lleno, principalmente de niñas y niños en compañía de unos cuantos adultos. Desde el inesperadamente puntual inicio de la función, la propuesta escénica de César Piña desplegó el arsenal de recursos teatrales puestos al servicio del emblemático cuento de Antoine de Saint-Exupéry: telones, transparencias, proyecciones, títeres, siluetas, botargas, algunos de ellos colaborando a lograr buenos momentos de teatro.
La ejecución musical correspondió a un pequeño ensamble mixto de cámara (cuerdas, maderas, piano y percusión) del Conservatorio Nacional de Música que se instaló dividido a ambos extremos del escenario y trabajó bajo la dirección de David Rodríguez. Aquí, un par de problemas. Si la memoria no me falla, el Teatro de las Artes tiene foso, y resultó evidente que a pesar de la parca instrumentación, mejor hubiera sido tener a los músicos allá abajo, porque su presencia arriba acotó tanto el tamaño del escenario como la visibilidad de la acción teatral. El otro problema: la distancia entre ambos grupos ocasionó algunos momentos de descoordinación entre los instrumentistas.
El papel titular de esta ópera de Federico Ibarra correspondió a la soprano Lourdes Ambriz, quien hizo un Principito lúdico y luminoso cuando la ocasión así lo requirió, y que supo modular al personaje hacia los momentos dubitativos y de contemplación que también lo caracterizan. Su principal contraparte, el piloto, fue cantado con convicción vocal por el barítono Jorge Álvarez, quien sin embargo pudo haber dado al personaje una presencia escénica más fuerte y delineada. Quizá debido a sus pequeños destinatarios, esta puesta en escena recurrió con frecuencia a la danza y la pantomima, con algunos momentos bien logrados y otros un tanto atorados en su ritmo y su continuidad narrativa. Poco para destacar en el canto de los roles secundarios, a casi todos los cuales les faltó una mejor caracterización teatral y una más adecuada proyección vocal. La excepción: la soprano Anabel de la Mora, quien tuvo escenas destacadas en los tres roles que asumió, particularmente el de la flor; de hecho, uno de los mejores momentos de la obra es un notable intercambio de ideas entre la flor y el pequeño príncipe.
El libreto realizado por Luis de Tavira sobre el original de Saint-Exupéry tiene como virtud principal la concisión y la síntesis de las ideas principales del libro, así como su capacidad de rescatar y transformar algunos de los temas clave del texto. De entre los muchos momentos literarios felices de este Principito de Tavira-Ibarra, destaco por ejemplo este, diálogo dicho en pleno Desierto del Sahara: Se está muy solo aquí. Se está más solo entre los hombres.
La música de Federico Ibarra es sencilla, directa y transparente, y en ella es posible reconocer muchos de los gestos y elementos de estilo que caracterizan sus ya numerosas óperas, así como obras suyas de otros géneros. Hay en esta partitura algunos sutiles cambios de estado de ánimo que van de la mano con los diversos momentos emocionales del texto y el canto. Y quien escuche con atención la música de El pequeño príncipe podrá hallar en ella fugaces gestos sonoros a la manera de Philip Glass. La inteligente instrumentación y su buen balance permiten la audición clara del trabajo vocal en todo momento, y esto hay que agradecerlo.
Siempre resultará muy satisfactorio estar en un teatro lleno de niñas y niños que asisten a un espectáculo inteligente, ajeno en su intención y resultado a la telebasura y otros desperdicios mediáticos que consumen generalmente. La pregunta clave sería aquí: ¿es El pequeño príncipe, en su original literario o en esta transformación operística, un texto accesible para audiencias de tan corta edad? No tengo la respuesta. Al parecer, los chamacos la pasaron bien; me hubiera encantado escuchar sus comentarios a posteriori. Y sobre todo, escuchar sus dudas y preguntas.