l gobierno de Estados Unidos anunció ayer que bombardeó posiciones de las organizaciones fundamentalistas Al Qaeda y Estado Islámico en la provincia siria de Alepo. Fuentes independientes afirmaron que en esos ataques, perpetrados con misiles crucero, cazabombarderos y drones, murieron unas 70 personas. Arabia Saudita, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Qatar y Jordania prestaron la cobertura política y diplomática para las primeras incursiones, al incluirse en una coalición que, según el presidente estadunidense, Barack Obama, tiene entre sus filas a unos 40 países, aunque por ahora el único socio de Washington del que se ha confirmado su participación en la escalada es el Ejército del Aire francés.
De entrada, cabe señalar que no hay elementos para creer a priori que los fallecidos hayan sido, al menos en su totalidad, combatientes de las organizaciones mencionadas. Es pertinente recordar los numerosos precedentes en los que las fuerzas estadunidenses han lanzado ataques aéreos en Afganistán y Pakistán contra formaciones terroristas
que resultaron ser bodas o fiestas populares, y que han dejado miles de víctimas civiles.
Por otra parte, si bien Obama se abstuvo de incurrir en cualquier cortesía para el gobierno sirio, al cual no solicitó autorización alguna para efectuar los ataques, éstos contribuyen, objetivamente, a fortalecer al régimen de Bashar Assad, en la medida en que debilitan a los grupos más beligerantes que se le enfrentan con las armas. Y no se puede olvidar que hace justamente un año, en septiembre de 2013, Obama estuvo a punto de ordenar ataques militares en contra de las autoridades de Damasco, y que fue contenido mediante una negociación de último minuto protagonizada por el presidente ruso, Vladimir Putin.
Por añadidura, Washington se coloca ahora, en el escenario de Medio Oriente y el golfo Pérsico, en el bando del que ha declarado su archienemigo, Irán, para el cual Al Qaeda y el Estado Islámico son adversarios naturales.
Semejante realineamiento es expresión, en primer lugar, de una falta de conocimiento y comprensión del entorno regional, de la improvisación y de la falta de estrategia y de objetivos claros. Por lo demás, constituye una vuelta más en el círculo vicioso en el que Estados Unidos ha estado entrampado desde hace décadas: respaldad, financiar y armar a grupos irregulares extremistas que terminan por convertirse en una pesadilla para la seguridad nacional de Washington. Así ocurrió con los combatientes islámicos que combatían la invasión soviética de Afganistán, pertrechados y entrenados por el Pentágono y la CIA, y quienes posteriormente conformaron la primera generación de dirigentes y militantes de Al Qaeda. Otro tanto sucede ahora con el Estado Islámico, el cual formaba parte de la coalición de facciones que busca hasta la fecha deponer por las armas al gobierno de Damasco. Si el año pasado Washington respaldaba –incluso con armamento– al conjunto de esas formaciones, ahora ataca a dos de ellas y facilita de esa manera la persistencia de Assad en el poder.
A lo que puede verse, los círculos del poder estadunidense no calcularon que el gobierno de Assad en Siria es un factor de contención secular frente a los integrismos armados, un papel muy semejante al que desempeñó Saddam Hussein en Irak hasta que los propios estadunidenses destruyeron su régimen, lo capturaron y lo entregaron a sus enemigos locales para que éstos lo ejecutaran. En consecuencia, Irak se ha visto hundido en una guerra civil sin término y las organizaciones fundamentalistas han adquirido un poder que habría resultado impensable bajo la dictadura del partido Baaz.
En suma, el gobierno de Barack Obama mantiene, en lo fundamental, las estrategias belicistas, intervencionistas y disociadas de sus predecesores –de Ronald Reagan a George W. Bush– en Medio Oriente. Y ello no puede dar frutos positivos para los países de la región, para la estabilidad y la paz mundiales ni para el propio Estados Unidos.