uando un bandolero, degradado en su humanidad (un tal Chucky) puede ordenar la muerte de más de 40 normalistas y encontrar imbéciles que le ejecuten su deseo, algo muy podrido se enseñorea por esta República. No es la primera, ni la más cuantiosa tragedia que se puede recontar en tiempos recientes. La saña criminal contra centroamericanos (San Fernando) causó serio escándalo externo. La desplegada en Villas de Salvárcar –donde ejecutan a mansalva a muchachos fiesteros– corre en paralelo. La desaparición de 300 familias en Allende, Coahuila, con todo y sus propiedades destruidas, apenas rellenó algunos espacios en la prensa antes de volverse anécdota lejana. Las disolvencias de cadáveres del llamado Pozolero y otras groseras tropelías muestran, sin excusas que valgan, el estado que guarda la decadencia de la vida colectiva nacional.
Ninguna autoridad puede hacerse de lado ante tan violentos relatos de secuestros, asesinatos masivos, capturas de cuerpos de seguridad (locales y estatales) cobros de piso, políticos y empresarios cómplices y tráfico impune de narcóticos. En estos menesteres el involucramiento o incluso la aparente indolencia de participantes se cuentan por miles, tal vez cientos de miles. No son simples personajes que cruzan o fincan en esos parajes. Tampoco son sencillos munícipes, policías o regidores. Aun los conjuntos de ciudadanos comunes que habitan en municipios donde campea el crimen organizado llevan alguna cuota de responsabilidad. Unos, claro está, menos, mucho menos que otros, pero pocos escapan a este tinglado de deformaciones delictuosas, presunciones o silencios timoratos.
Matar, con toda alevosía y asumida impunidad, a normalistas inermes marca un límite básico que nunca debió rebasarse. Poco importa qué tan enredada, qué tan degradada pueda estar una sociedad determinada. Lo ocurrido en Iguala quedará como ignominiosa escara, como un quiebre profundo de conciencia en la vida de la nación. Todos, absolutamente todos los mexicanos llevarán algunas astillas, otros sentirán dentro los meros clavos de pesada cruz. Pero nadie saldrá sin penas, dolores o lágrimas por este horrendo suceso. La sangre harto generosa de esos normalistas saturará de reclamos y exigencias los olvidos, el ninguneo, las acusaciones falsas, las represiones anteriores de que fueron objeto por años. Las miradas, las voces, los pensares, la historia y las conductas de esta sociedad llevarán, incrustada en sus adentros, una buena parte de esta supurante pena.
La descomposición que campea en la Tierra Caliente de Guerrero y, más todavía, en gran parte del estado, ha sido documentada y conocida de antemano. En particular al alcalde de Iguala se le había denunciado como ejecutor directo de un activista de esa localidad. Su valiente esposa (regidora ella misma) levantó con energía su voz acusadora en medio del aplastante silencio que la ha rodeado. El líder (Bejarano) de la corriente perredista a la que ella y su sacrificado marido pertenecían visitó funcionarios y oficinas importantes para presentar la denuncia signada ante notario. Murillo Karam lo supo en detalle. Los chuchos, los aguerridos promotores del alcalde, lo supieron también y siguieron de largo en sus apoyos. El pasivo gobernante
Aguirre conoció de primera mano tan crucial denuncia. Hoy sólo se atreve a decir que ese ayuntamiento, ahora se sabe por qué, se negó a coordinarse en un mando único de policía. Hasta al mismo Osorio Chong llegó la documentada queja. Ninguna de estas autoridades movió dedo alguno para actuar en consecuencia ante la gravedad explícita de esos hechos tan sangrientos. De haberlo hecho a tiempo los normalistas sacrificados posiblemente seguirían con vida en su escuela.
Hoy día, a pesar de las muertes y desapariciones que por desgracia no tardarán en convertirse en tumbas de jóvenes asesinados a mansalva, las responsabilidades derivadas no se asumen como se solicita y debería. El señor Aguirre trata de esquivar sus ausencias, múltiples torpezas, dispendios y medianías timoratas. Arroja su renuncia ante los medios con fingida valentía sólo para condicionarla, de inmediato, con la tontería de que la haría efectiva si ella soluciona el caso. No lo solucionaría, señor Aguirre, pero sí facilitaría muchas pesquisas, culpabilidades y demás averiguaciones, no tenga duda de ello. Los jefes perredistas ( chuchos) que tanto lo empujaron al puesto siguen, empeñosos, detrás de su golpeada figura, desorden y trayectoria. No se les oye una sola autocrítica a las candidaturas por ellos negociadas en varias gubernaturas fallidas; Chiapas, Michoacán o Zacatecas son ejemplos señeros de trafiques, mal desempeño, traiciones, latrocinios o patrimonialismo rampante. Amplias regiones donde el crimen campea a sus anchas. El cobro que hará la ciudadanía en las urnas venideras lo dejará por demás patente.
La Federación parece reaccionar ante la emergencia y promete cortar de tajo la impunidad. Envía al procurador para hacerse cargo de la investigación. El Ejército y la Gendarmería llegaron con el despliegue correspondiente. Empero, los prófugos siguen siéndolo y las desapariciones aún atormentan a los dolientes familiares. Se sabe, a ciencia cierta, que otras muchas alcaldías guerrerenses son parte del crimen organizado. La pandilla criminal de los Guerreros unidos se engalla y amenaza. La pobreza, el desamparo, la incomunicación estructural y demás condiciones que acuerpan a la delincuencia de esa región, en cambio, ni siquiera merecen alguna mención que implique su atención futura. Sin programas integrales las soluciones no podrán asentarse debidamente por esos parajes por ahora inhóspitos.