as imágenes de miles de personas demoliendo secciones del muro de Berlín en noviembre de 1989 fueron presentadas en la prensa internacional como la victoria del pueblo sobre la tiranía. El desprestigio del régimen de Alemania oriental, con su sistema represor organizado alrededor de la temible Stasi, era contrastado con las virtudes del sistema de libre mercado. Aún antes del colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991 se impuso la línea única de pensamiento: capitalismo y mercado eran sinónimos de libertad y democracia.
Las voces de mesura fueron acalladas por el consenso estridente que en todo el mundo insistía en los enormes beneficios que derivarían de la liberalización económica. La creencia en las virtudes del libre mercado se vio reforzada por el espectacular colapso del sistema de planificación centralizada representado por la URSS y sus economías satélites.
Para los países de Europa oriental la receta de política económica se redujo a privatizar todos los activos públicos lo más rápido posible. Los miembros de las mafias que hoy son propietarias de la mayor parte de esos activos en Rusia y Ucrania, por ejemplo, son los elementos de la nomenklatura de los antiguos partidos comunistas en esos países.
El espejismo de la nueva era de prosperidad que vendría se enmarcaba en las promesas de la globalización, con su red de mercados sin límites y sin barreras para los circuitos del capital. Los cambios tecnológicos en el plano electrónico parecían ser portadores de una nueva era de crecimiento económico y bienestar.
Pero debajo de este telón superficial, fuera de la mirada del público, se desarrollaba otra historia. Sus personajes centrales eran y siguen siendo la desigualdad creciente y la inestabilidad intrínseca que se inscribe en el código genético del capitalismo. Sus comparsas son bien conocidas: la corrupción y la codicia que alcanza niveles criminales. El mejor ejemplo de todo esto en 1989 fue el escándalo de la quiebra de las cajas de ahorro y préstamo. Estas instituciones habían sido objeto de una fuerte desregulación a principios de los años ochenta y para 1986 los fraudes y quiebras se habían multiplicado. Al caer el muro de Berlín, el presidente George Bush, en un alarde de libertad y democracia, autorizó un rescate con recursos del erario por 1.4 billones (castellanos) de dólares destinados a sostener las maltrechas cajas de ahorro.
La gigantesca estafa se desarrolló lejos de los reflectores que iluminaban la fiesta de la libertad en Berlín. Pero sus rasgos esenciales eran presagio de un oscuro porvenir.
Al caer el muro de Berlín en 1989 seguía vigente la llamada (en aquel entonces) crisis de la deuda
que había postrado a las economías del mundo subdesarrollado frente a las potencias occidentales. Los programas de ajuste estructural que se impusieron a los países deudores habían completado la tarea de desmantelar los frágiles esquemas del estado de bienestar que existían en los países del hemisferio sur. Las tristemente célebres reformas estructurales seguían su curso, destruyendo los sistemas de protección de la clase trabajadora y eliminando cualquier reglamentación que pudiera obstaculizar el tránsito de capitales. Esta apertura a los flujos de capital había sido el sueño del capital financiero desde el colapso del sistema de pagos internacionales de Bretton Woods. También era el umbral de la larga hilera de crisis que se desarrollaría en la década de los años noventa.
Esas crisis marcaron un sendero de destrucción y dolor que pasó por México en 1994 y siguió hasta Argentina en 1999, alcanzando el sudeste Asiático, Corea, Rusia y Turquía, para regresar a Estados Unidos, con la crisis de la nueva economía
(y el derrumbe del índice Nasdaq) en 2000. De tal suerte que en 2001 el colapso misterioso de las Torres Gemelas encontró a Estados Unidos en plena recesión. La recuperación nunca existió y en cambio, sí preparó el escenario para la gran crisis global que estalla en 2008. Hoy la desigualdad y la crisis son rasgos permanentes de la economía capitalista mundial. Grandiosos ejemplos de la vinculación entre capitalismo y libertad.
En la actualidad casi nadie recuerda que las reformas neoliberales en Rusia fueron impuestas por Yeltsin en medio de la ilegalidad y la violencia. Al disolver ilegalmente el parlamento en 1993, Yeltsin generó las condiciones de un golpe de Estado contra su propio gobierno. El 4 de octubre ordenó el ataque de artillería sobre el parlamento en rebeldía y la libertad del mercado por fin llegó a la ex Unión Soviética, a punta de cañonazos.
Hoy la crisis global tercamente se resiste a desaparecer. Los síntomas de colapso económico y de una depresión larga están en todos los indicadores para quien se tome la molestia de leerlos cuidadosamente. A nivel nacional e internacional las alternativas existen y pasan por el rescate de la política macroeconómica y sectorial, así como por la recuperación de los espacios públicos en todos sus niveles. Para ello será necesario redibujar el paisaje político.
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