a espiral de violencia entre israelíes y palestinos que se ha desatado en Jerusalén –ciudad que ambos reclaman como capital, por más que actualmente se encuentre bajo control de Tel Aviv– alcanzó ayer una nueva cota de horror con el ataque perpetrado por dos palestinos a una sinagoga del barrio de Har Nof, en el que murieron cuatro rabinos y un policía druso, además de los atacantes, quienes fueron abatidos a tiros por la policía. En la agresión, que tuvo lugar muy de mañana, en plena hora del rezo, dejó además un saldo de siete personas con heridas de diversa importancia. El atentado en la sinagoga Kehillat Bnei Torah se suma a una nueva modalidad de ataques contra civiles judíos por parte de palestinos aislados, que consiste en acciones espontáneas, como acuchillamientos de transeúntes y atropellos vehiculares de peatones. Si bien los grupos fundamentalistas Hamas y Yihad aplauden tales acciones, es claro que no tienen relación alguna con su planificación y ejecución.
Estas agresiones, que iniciaron el mes pasado y que son sin duda repudiables, deben ser entendidas en el contexto del conflicto que enfrenta a ambos pueblos desde hace más de seis décadas y que para los palestinos se ha traducido, tras sucesivas derrotas militares, en la pérdida de su país y de su libertad y en la confiscación de todos sus derechos básicos, tanto individuales como colectivos. Por lo demás, los atentados contra judíos en Jerusalén vienen precedidos por la masacre de miles de palestinos perpetrada el verano pasado en Gaza por el régimen israelí y representa un reflejo asimétrico –por la abrumadora disparidad de ambos bandos en términos y medios militares– de esa otra barbarie. Para Israel, en cambio, la pesadilla de los asesinatos en Jerusalén debiera confirmar el hecho de que no podrá construir paz y seguridad para su propio pueblo a expensas de otro y sobre la base del saqueo, la expulsión, la opresión, la explotación y las masacres de palestinos.
Más aún: este nuevo brote de violencia homicida individual por parte de habitantes árabes –que pudieron permanecer en lo que ahora es Israel– pone de manifiesto que la política de los ocupantes de Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental gira en un círculo vicioso en el que se repiten una y otra vez los mismos errores. A principios de la década pasada, el gobierno de Ariel Sharon intentó destruir la dirigencia de Al Fatah, del extinto presidente Yaser Arafat, y obtuvo, como resultado de esa política, el fortalecimiento de una corriente palestina mucho más radical y declaradamente antisraelí: Hamas. Los intentos más recientes de Benjamin Netanyahu de acabar con Hamas han erosionado ciertamente el liderazgo de este grupo fundamentalista y han dado lugar a una violencia espontánea entre israelíes de origen árabe que no encuentran otra manera de dar cauce a sus reivindicaciones nacionales y a su solidaridad con la Gaza masacrada que matar judíos con los medios que tengan al alcance: automóviles, armas cortas o incluso hachas y cuchillos de carnicero, como el que empleó ayer uno de los atacantes de la sinagoga.
El odio encarnizado no es exclusivo de los ciudadanos de a pie, también lo han manifestado Hamas y Yihad, con sus alabanzas a los asesinos, y el gobierno de Netanyahu, que ha respondido en forma lamentable, cubriendo de insultos al presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, quien parece ser en esta circunstancia el único actor interesado en detener la violencia y resucita alguno de los procesos de paz que han sucumbido en la región en las décadas recientes.
Con su doble moral caracterísica, los medios occidentales condenan sólo una de las dos orillas del terrorismo –la palestina– y reproducen la consideración de que el conflicto no tiene solución posible, que es tanto como asumir que el sacrificio histórico del pueblo palestino resulta inevitable. La solución, sin embargo, ha estado a la vista del mundo desde el fin de la llamada Guerra de los Seis Días, en la que Israel ocupó Cisjordania, Gaza, la porción oriental de Jerusalén, los altos del Golán –pertenecientes a Siria– y la penínsuna del Sinaí, posteriormente devuelta a Egipto: reconocer el derecho de los palestinos a un Estado propio y a reclamar las tierras de las que fueron despojados. Fuera de esa solución, que despejaría de tajo los rencores históricos y abriría la perspectiva de una convivencia pacífica y fructífera entre ambas naciones, no queda más horizonte que la continuación de la barbarie.