os crímenes en contra de los estudiantes de Ayotzinapa muestran un proceso que está en marcha desde hace tres décadas: la disolución del Estado mexicano. Hoy ya nadie, creo que ni en el gobierno, maneja la tesis de que ese crimen es una hazaña más de la delincuencia organizada. Con el tiempo se aclaró la profundidad del drama: el Estado mexicano es el autor de esta masacre, como lo fue en Tlatlaya y en tantas otras en los últimos años. La advertencia de Peña Nieto sobre el uso de la fuerza debió conjugarse en tiempo pretérito. La fuerza del Estado ha sido usada en innumerables ocasiones porque un Estado en desintegración siente no tener ninguna otra base para sostener el status quo.
En México el Estado de todos y para todos
fue una aspiración que cristalizó en algunos artículos de la Constitución de 1917. Esos fueron los artículos de los derechos sociales, los que garantizaban la propiedad de la tierra comunal y ejidal, así como los derechos de los trabajadores. Ese anhelo también estaba plasmado en los preceptos relacionados con la propiedad originaria de la Nación sobre tierras y aguas dentro de los límites del territorio, así como de los recursos naturales en el subsuelo de la plataforma continental.
La ofensiva en contra de esos preceptos fundamentales del Estado mexicano arrancó tan pronto concluyó el congreso constituyente de 1917. Las raíces de la disolución del Estado mexicano emanado de la Revolución de 1910 están en los pactos que frenaron la movilización de masas ligada a la lucha armada. Y aunque ya desde los años cuarenta se puso en marcha una verdadera contrarrevolución, no fue sino hasta 1982 que las clases dominantes encontraron el aliado que habían esperado. La crisis de la deuda permitió destruir los cimientos del Estado mexicano, forzando la subordinación a un nuevo modelo económico que profundizaría la explotación de las masas.
Lo que quedaba del Estado de todos
fue reemplazado y sólo quedó el Estado como espacio de rentabilidad del capital. Las ‘leyes de la economía’ se convirtieron en eficaz mecanismo de dominación, leyes supuestamente objetivas frente a las que la izquierda institucional no hizo nada. Incapaz de hacer una crítica del discurso del capital (la teoría económica), se vio obligada a renunciar a la posibilidad de identificar y abrir trayectorias alternativas. No pudo o no quiso darse cuenta que esas leyes económicas del neoliberalismo representaban la degradación última de la política.
El modelo económico que se impuso en México a tiros y jalones en las últimas tres décadas tiene dos características centrales. Primero, no puede ofrecer desarrollo económico y social porque el inmovilismo del Estado es la antítesis de las lecciones de la teoría del desarrollo económico. Segundo, es un modelo diseñado para recompensar la rapacería de una clase en la que se concentra cada vez más la riqueza y el poder económico.
Hoy las muestras de la desintegración se encuentran ante todo en la renuncia del Estado mexicano a ser el espacio privilegiado para dirimir controversias. No sólo en términos de proporcionar justicia a los más débiles, sino incluso para resolver los conflictos entre las diferentes esferas del capital. Para decirlo con Gramsci en su ensayo La conquista del Estado (publicado en L’Ordine Nuovo, 1919) el Estado mexicano hasta dejó de ser el espacio que unifica y disciplina a la clase dominante.
Las señales de la disolución están por todas partes. El poder ejecutivo está marcado por su ineficiencia y su profundo letargo, salvo cuando se trata de provocar y amenazar con el uso de la fuerza ‘legítima’. En las secretarías de estado se mueven papeles de un escritorio a otro, pero no hay comunicación con el mundo real. El poder judicial se ha hundido desde hace años en la corrupción y venalidad de sus funcionarios: la justicia cuesta dinero y el que no lo tiene debe olvidar sus aspiraciones de trato justo frente a la ley. El Poder Legislativo es un lugar en el que senadores y diputados se reúnen no para deliberar, sino para pasar lista y acatar instrucciones de cúpulas sometidas a intereses espurios. Los partidos políticos son tristes correas de transmisión del orden del capital y no ofrecen alternativas ni oposición democrática. Incluyo aquí a todos los partidos de las izquierdas institucionales que, por si fuera poco, hoy se han visto salpicadas por los crímenes de Ayotzinapa.
Es importante analizar la dinámica de la crisis orgánica del Estado mexicano. Las transiciones históricas son casi siempre violentas. En esos procesos sobrevienen con frecuencia los llamados y convocatorias de las juntas de notables para sacarle las castañas del fuego a los poderes establecidos. Serán las expresiones de un orden moribundo que todavía no es reemplazado por un nuevo estado de cosas. El devenir histórico está marcado por la incertidumbre y será necesario analizar cuidadosamente la situación para innovar responsablemente a cada paso del camino. Pero sin lugar a dudas será necesario avanzar hacia un mundo en que la sociedad política se someta plenamente a la sociedad civil.
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