l presidente de Estados Unidos Barack Obama anunció ayer la adopción de un plan de regularización que concederá estatus legal por tres años a 5 de los 11 millones de migrantes indocumentados que residen en aquel país. Ello a cambio de requisitos como la demostración de permanencia en Estados Unidos durante cinco años, la existencia de hijos estadunidenses o residentes permanentes y el sometimiento de los posibles beneficiarios a una revisión de antecedentes criminales. En lo inmediato, las medidas podrían detener la deportación de alrededor de 4 millones de personas.
Se trata, en suma, de una primera cristalización real, a casi seis años del arribo de Obama a la Casa Blanca, de la promesa del mandatario de favorecer a los migrantes, un sector que, contrario a las expectativas generadas inicialmente en torno a la figura del mandatario, ha recibido un trato particularmente implacable de las autoridades migratorias, al grado que la presente administración es la que más deportaciones ha realizado en la historia.
Las medidas anunciadas constituyen una demostración, del propio presidente, de lo que han señalado a lo largo del pasado lustro algunos de los sectores pro migrantes de ese país: que el titular del Ejecutivo estadunidense cuenta con atribuciones y facultades suficientes para impulsar, por sí mismo, cambios a la política migratoria sin tener que pasar por el filtro de una reforma legislativa.
Paradójicamente, esta demostración de potestades presidenciales ocurre en el momento de mayor debilidad política de Obama, desde que llegó al gobierno en 2009, cuando su partido ha perdido el control en ambas cámaras del Congreso y la Casa Blanca parece haber quedado reducida a la irrelevancia política frente al Capitolio.
En ese sentido, cebe suponer que el hecho de que las medidas referidas hayan sido anunciadas por el mandatario no implica necesariamente que se llevarán a cabo con éxito: el camino prefigura un nuevo choque entre el Ejecutivo y el Legislativo. Éste último, representado por el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, ha llegado a afirmar que lo que Obama pretende es regularizar una práctica delictiva (que es el calificativo que la derecha de ese país suele dar a la migración indocumentada) y vulnerar la división de poderes en ese país mediante un recurso que excede el poder constitucional
del presidente.
Corresponde preguntarse si Obama tendrá la determinación necesaria para llevar adelante su plan de regularización migratoria temporal pese a lo que ello pueda representar para el resto de su gestión, entre otras cosas, por la posibilidad que la oposición republicana entorpezca el paquete presupuestal del país para el año entrante –lo que supondría un riesgo económico considerable no sólo para Estados Unidos, sino para el mundo– y la perspectiva de que la Casa Blanca enfrente bloqueos sistemáticos a los cambios futuros en el gabinete presidencial.
Habida cuenta del alto costo político que conlleva dicha confrontación, habría sido deseable que el anuncio del mandatario contemplara beneficios para la totalidad de la población indocumentada. Con todo, si Obama logra sacar adelante su nuevo plan migratorio no sólo reivindicaría parcialmente ante la historia su criticado paso por la presidencia, sino que saldaría una deuda insoslayable con el electorado procedente de Latinoamérica que lo respaldó en sus dos candidaturas y que tiene entre sus demandas fundamentales un cambio en las políticas oficiales de persecución, criminalización, discriminación y atropello legalizado de los migrantes.