Opinión
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País de órdenes
E

l pasante de derecho es detenido por emitir hacer la crítica durante una mesa redonda del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien había dado la orden de que el Ejército Mexicano (EM) asaltara la Ciudad Universitaria de la UNAM.

Uno de los secuestradores vestido de civil le advierte que ellos –son tres– tienen instrucciones de tratarlo como a un caballero (menos mal). Lo conducen a la VI Zona Militar ubicada en la parte alta de la ciudad de Saltillo. Le parece absurdo que el general Antonio Romero, comandante de esa unidad del EM y amigo de su tío (también un general), haya dado esa orden.

Es recibido por un oficial que se encarga de recluirlo en calidad de desaparecido político en un salón donde su grupo fue llevado por algún maestro a presenciar un juicio marcial. El soldado sujeto a juicio había matado a un compañero de armas. Fue condenado a la pena capital. El reo faltó a la disciplina militar, sí, pero antes que eso había cometido un delito del orden federal y por más que el fuero militar sea una supervivencia de un siglo castrense que se extendió hasta el gobierno de Cárdenas, ese tipo de delitos debiera quedar bajo la jurisdicción de las autoridades civiles. Más aún si en un acto criminal cometido por uno o varios miembros del EM –así se establece en la constitución vigente– se hallan involucrados civiles. Como en Tlatlaya.

Una semana después de ser reaparecido el graduando, el propio EM, por órdenes semejantes –no escritas o escritas y ocultadas– acribilló a cientos de personas en Tlatelolco. Opinar, escribir criticando los actos represivos del gobierno, tomar la calle y manifestarse en el mismo sentido fueron actos a los que les suprimieron las libertades constitucionales que los garantizan. Los responsables intelectuales y materiales de tales violaciones jamás recibieron el debido castigo. Sus atrocidades se mantuvieron respondiendo a la vieja consigna del unipartidismo fascistoide acuñada por Adolfo Ruiz Cortines, uno de sus presidentes: Por escrito, nada; y si es a señas, mejor.

La colusión de funcionarios civiles, policías, paramilitares y militares ha permitido un cúmulo de delitos impunes que ha erradicado de México el estado de derecho, ese que ahora Enrique Peña Nieto pide a la ciudadanía que lo vuelva a su lugar. Como si la ciudadanía fuera la responsable de haberlo desterrado.

Los actos violentos en que han intervenido los cuerpos de seguridad no han podido quedar bajo el control de los órganos de gobierno responsables. Sólo en el sexenio que corre han sido víctimas de desaparición forzada, según cifras oficiales, más de 7 mil personas.

La memoria de los crímenes así cometidos se ha refrescado: Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, Atenco. Todos impunes, todos, como los de Tlatlaya y Ayotzinapa, crímenes de Estado.

El agravio al menos se expresa ahora con absoluta claridad: Fue el Estado, aunque éste trate de involucrar ahora a los que el racismo de sus subordinados llama ayotzinapos.

México es un país primitivo donde las órdenes verbales de los jefes tienen mayor jerarquía que las normas constitucionales. Nadie encontrará una prueba escrita acerca de lo ocurrido en Tlatlaya y Ayotzinapa.

El giro que se le pretende dar a los crímenes de Tlatlaya y Ayotzinapa está en el guión de La dictadura perfecta, que ya es una identificación con la realidad circulada a ritmo de pandemia en las redes sociales: primero, nublar un crimen escandaloso con otro de mayor cuantía; después, escenificar los hechos de modo que las autoridades queden lo mejor –o del todo– libradas; por último, hacer ver a los malos como los responsables del delito. Su antecedente más inmediato fue la decisión de militarizar al gobierno pretextando una guerra (inútil) al narcotráfico, para nublar un fraude electoral operado a la alimón por los ex presidentes panistas Vicente Fox y Felipe Calderón.

Alfonso Elizondo, empresario regiomontano, es también uno de los periodistas personalizados que operan en la red. Opina que el capital monopolista y los estados en los que domina pretende ocultar las crisis económicas y las demás fallas e inequidades del capitalismo actual, imponiendo un régimen militarizado. Sin embargo, hay que insistir en el mandato supremo del artículo 129 constitucional: En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.

¿Cabe que la autoridad civil, como han hecho numerosos gobiernos estatales y municipales, nombre secretarios de seguridad a militares que no han recibido la capacitación debida empezando por enseñar a sus integrantes que por encima de la orden de cualquier jefe, así sea su Alteza Serenísima, está la ley? Ya el gobierno de Nuevo León, por pésimo ejemplo, ha creado una policía militar. Ahora no sólo el titular del Ejecutivo federal pasa por encima de la Constitución, sino el gobernador de uno de los estados con la aportación dineraria de la iniciativa privada. La religiosa Consuelo Morales, directora de la asociación civil Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos afirmó que ese nuevo cuerpo pone en peligro los derechos humanos: los militares –dice– están formados para matar, y ¿qué ha sucedido? Que los sacan a la calle y es lo primero que hacen.

Con fórmulas fracasadas, el Estado intenta paliar su crisis. La verdad es que para superarla y hacer que el país se transforme en otro favorable a las necesidades y demandas de la mayoría y a una convivencia pacífica y con una calidad de vida competitiva hay que empezar desde cero.