os rutas: A la vez que creció la indignación social impulsada por la tercera Jornada Global por Ayotzinapa (115 instituciones educativas convocadas), y la respuesta al informe del procurador (sábado 8 y domingo 9), el gobierno inició una ofensiva política y mediática a gran escala. Son dos rutas que atraviesan el espacio de la justicia. Según los padres de los estudiantes normalistas no se procura justicia. Según el gobierno se está cumpliendo con ello. Se abre entonces un desacuerdo que divide a la sociedad y a la opinión nacional y global, como no lo hicieron temas como las llamadas reformas estructurales. El desacuerdo adquiere cuerpo en dos rutas diferentes y en ocasiones opuestas, en el suelo frágil de la violencia y el hartazgo mexicano. La brecha crece: En la segunda jornada global parecía que la gran ola reventaba a escala de Guerrero, y quisieron aprovecharla para hacerla coincidir con la renuncia del gobernador Aguirre. Ya en la tercera, cuando se exhibe la aprehensión del presidente municipal de Iguala y su esposa, presentados como principales responsables de la masacre contra los normalistas, la ola encrespada rebasa el territorio guerrerense y restalla contra el Ejecutivo federal, desvalorizado a más de un mes de mostrar su inconciencia (es un caso local
), y la incompetencia del sistema de justicia. Se reitera además la petición de recurrir a instancias globales para conseguirla.
El agravio por los 43 desaparecidos hace vibrar en un registro ético a muy diversas personas de México y el mundo. Los contagios se incrementaron los últimos días. La decisión de los padres de recorrer tres rutas para informar y convocar a la marcha del 20 de noviembre se convirtió, como lo hizo al recorrer las instituciones educativas del DF, en una fuerza centrípeta que atrae y mueve emociones y voluntades. Redes de normalistas, maestros, estudiantes, reagrupados en la Asamblea Interuniversitaria, y redes de organizaciones sociales y de derechos humanos, entre otras, transportaron la indignación y también convocaron. Esta vibración ética se amplifica gracias a su contagio viral por Internet, videos y redes sociales. La indignación por Ayotzinapa es global. Recorre México, Europa, Estados Unidos, Australia y Asia, y convoca multitudes.
La gran ola resultó una expresión de fuerza moral y civil a escala no conocida este 20 de noviembre, que contrasta con la debilidad del gobierno para ejercer justicia y limpiar las muchas huellas de corrupción y de impunidad. Ampliar el horizonte: entre el 26 y el 27 de septiembre ocurrió la masacre de Ayotzinapa, que gracias a la resistencia y presión social se fue abriendo paso hasta ocupar el centro de la agenda nacional. ¿Qué trae esta ola de indignación ciudadana?, ¿una confrontación abierta con las instituciones, o el inicio en serio de una regeneración de ellas? Lo difícil de esta circunstancia es que son ambas cosas. A ello obliga el proceder de gobiernos, congresos y partidos que no aciertan a colocarse en ese terreno amargo de la experiencia ciudadana. Hay que presionar para abrir un tiempo de cambios en las instituciones. De ahí la importancia de la ruta autónoma que reiteraron los padres y estudiantes de Ayotzinapa en una fecha emblemática, el día de la Revolución Mexicana. Lo que está en juego es si prosigue esa combinación de orden en los negocios y desorden en la sociedad que se proponen el gobierno y la clase política, beneficiados por ese statu quo, o se abren brechas para su reorganización digna y humana, a escala de la gente común, el supuesto soberano. El problema de fondo es que el estado de derecho
de las reformas estructurales que aplaude el primer mundo, es el estado de excepción
que aterroriza a los mexicanos. Y para esa tarea se necesita otra política, y no el pragmatismo rampante que creó empresas electorales disfrazadas de partidos y dispuestas a todo, sino la política con y para la gente.
El retroceso: el gobierno vive su invierno. Duró muy poco la primavera de sus reformas. El Wall Street Journal dice que va de mal en peor. Ya no goza tanto ahora de credibilidad interna y global, salvo la de sus socios directos. Más que amenazar, en el hangar presidencial se apuntó hacia un cambio de agenda. Su responsabilidad de hacer justicia
se incineró en una semana. Ante los desmanes, dice, el último recurso se asoma. Es la agenda del orden conservador y represivo. Inventar un enemigo que desestabiliza y contener la ola. El tiempo se le agota. Convergen síntomas de depresión económica con inestabilidad social creciente en la antesala del año electoral del 2015, y de su sueño de bienestar clientelar y de mayoría plena de su partido en el Congreso. Desde diversos puntos del mapa social se asoman con fuerte cobertura las mujeres de blanco que piden paz y miran preocupadas hacia las marchas por Ayotzinapa. Las organizaciones empresariales exigen orden. La prensa conservadora amplifica los riesgos para los negocios. El FMI avisa de focos rojos que afectarán la permanencia y nueva llegada de inversiones extranjeras a un México convulso. En los próximos días irrumpirá esa sociedad civil
amplificada por los medios para exigir un gobierno no con la fuerza ética de la justicia, sino con la fuerza física del orden. Es en esta urgencia por contener la ola que cobran nueva luz las huellas de violencia que acompañan a la indignación civil y pacífica en su demanda de justicia.
Se trata de colocar su legítimo reclamo en el expediente probado ya muchas veces de criminalizar
a los movimientos opositores. Para aminorar la distancia moral entre la ola que crece y un Estado cuestionado, se puede inventar un enemigo
que desestabiliza para dejar todo igual. También se puede reconocer que junto a la entrega en vida de los 43 que nos faltan, se abra la reforma olvidada: regenerar al Estado en clave de justicia y protección integral de sus ciudadanos. Ojalá.