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La chispa
L

a crisis económica de 2008 ha dejado en claro que una de sus principales consecuencias ha sido el fuerte castigo a la demanda, es decir, al gasto de consumo e inversión. En la reciente reunión del G-20 en Australia se afirmó que el mundo está aún muy lejos de conseguir un crecimiento fuerte, sostenido y balanceado.

La muy precaria recuperación productiva ha sido sumamente desigual entre países y al interior de los mismos. En Estados Unidos donde ella aparece más firme en términos relativos, el nivel de la demanda interna es hoy apenas 6 por ciento más alto que antes de la crisis y en Japón sólo 2 por ciento. Estos niveles son, a todas luces, sumamente magros para el tiempo ya transcurrido y aun en relación con los registros del periodo de la segunda posguerra. En el caso de la zona del euro la situación es aún más deplorable, pues la demanda interna está hoy 4 por ciento por debajo del registro de hace seis años.

Esto es así, a pesar de la enorme intervención de la Reserva Federal y del Banco de Japón para acrecentar la oferta monetaria. Esto ha significado que los activos en poder de esos bancos centrales equivalgan en el primer caso a casi 25 por ciento del PIB y en el segundo supere ya 60 por ciento, pudiendo llegar hasta el 80 en los próximos dos años. Así se está creando dinero y no como un efecto del proceso productivo.

Pero, a pesar de semejante aumento de la liquidez, la demanda no responde como se esperaría en situaciones de normalidad. Y es que las condiciones creadas por la crisis no son de naturaleza normal. El colapso económico y financiero desde 2008 dejó una muy frágil estructura de deuda en los sectores públicos y privados. El proceso de desendeudamiento que está en curso previene que el gasto privado se consolide y que el gasto público detone la demanda agregada.

La repercusión en el sector financiero ha provocando un severa fragilidad, que se ha enfrentado mediante la inyección de recursos públicos en esas empresas. La debilidad no se ha superado y entretanto hay un efecto distorsionador en materia de asignación de recursos públicos. Esto se agrava con los bajos niveles de inflación que castigan a los deudores, pues el valor real de las deudas se mantiene alto y las bajas tasas de interés diezman al ahorro.

Una vez más el caso de la eurozona va a contrapelo, pues prevalece el criterio alemán de privilegiar el ajuste basado en la austeridad del gasto público. De tal manera, las acciones del Banco Central Europeo para elevar la liquidez a la manera de la Fed o del Banco de Japón no se consolidan y, en cambio, se crean fondos para la inversión pública cuyo efecto en términos de mayor gasto será difícil de arraigar.

En el marco de la creciente desigualdad económica que se ha creado en los países con las economías que aún son las más ricas, quienes tienen acceso a los altos ingresos no gastan lo suficiente para alentar la demanda total y, por supuesto, quienes han reducido su capacidad de generar ingresos no pueden hacerlo.

La disparidad entre las políticas de expansión económica que son primordialmente de índole monetaria, y los apocados resultados en materia de crecimiento de la producción y del empleo es lo que define el rumbo de la exigua recuperación.

La situación puede pensarse como intentar crear una corriente eléctrica conectando dos cables; el caso es que no hay chispa capaz de generar dicha corriente de modo sostenido y suficiente. Esta incapacidad tiende incluso a extenderse por los mercados globales y se manifiesta de distintas maneras en diversos países.

El PIB, sobre el cual se discute ahora a cada rato en México para rebajar las expectativas de crecimiento, es una medida de la actividad económica en los mercados y en un momento definido. De tal manera se reduce el foco al corto plazo. Además, en la medición del gasto agregado en consumo e inversión, ya sea que provenga del sector privado o del gobierno, se hace equivalente, lo que se destina a la salud o a la compra de refrescos azucarados.

Un efecto de la crisis ya larga y de extensión global es que los mecanismos del mercado y las políticas públicas no producen la chispa necesaria para crecer y, menos aún, para distribuir mejor lo que se produce. Y mientras esto ocurre hay un creciente desgaste social: mayor desempleo y subocupación, más precariedad y pobreza, cancelación del horizonte de las expectativas individuales y sociales.

Esto ocurre de manera diferenciada; el proceso en Grecia es distinto al de Francia o Brasil, y son diferentes a lo que ocurre en México. Aquí prevalece la idea de que con movimientos provocados desde el gobierno en el entorno del mercado se acomodará la frágil situación social y que se puede aislar del escenario a la inseguridad pública. Ahora es ya patente que esto es imposible.

La política económica ha provocado una interrupción de la corriente que ha agravado su bajo voltaje crónico para generar ingreso. Entre las reformas promovidas recientemente la más efectiva ha sido la fiscal, pero en un sentido eminentemente recesivo. La chispa social no viene del ímpetu reformador sino que ha surgido por un lugar que ni siquiera se contemplaba en la propuesta de gestión del gobierno. Ha surgido a ras del suelo y debajo de él, mas no en las sofisticadas cumbres de los grandes negocios.