ras el reconocimiento otorgado recientemente por el gobierno sueco al Estado de Palestina, y después de los exhortos recibidos por las autoridades británicas y españolas de sus respectivos parlamentos para hacer otro tanto, la Asamblea Nacional de Francia tiene previsto votar, el próximo 2 de diciembre, una moción de reconocimiento semejante. En tales circunstancias, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dirigió a París una advertencia ya expresada a Londres y Madrid de que otorgar a Palestina tratamiento diplomático de Estado sería un grave error
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Las expresiones del jefe de gobierno de Tel Aviv constituyen un desfiguro, por cuanto toda decisión sobre el establecimiento y el manejo de relaciones exteriores de un país corresponde a sus propias autoridades constituidas, y representa un ejercicio de soberanía nacional que no debe ser obstaculizado de manera alguna. Y así como ningún gobierno debe indicar al de Israel a qué naciones debe reconocer y a cuáles no, ni en qué calidad, Netanyahu comete un exabrupto cuando pretende hacer eso mismo con los gobiernos europeos mencionados.
Más allá de esa insólita e inaceptable ruptura de las normas elementales de convivencia internacional, es claro que la violenta opresión de los palestinos por el régimen israelí y el enconado conflicto entre ambos bandos derivan de una tremenda desigualdad en los terrenos diplomático, económico y militar, y que cualquier iniciativa de buena fe orientada a establecer una convivencia pacífica entre ambos pueblos debe pasar por procurar el establecimiento de términos mínimamente equitativos entre Israel y Palestina. El reconocimiento de la segunda como Estado constituye un paso pequeño e insuficiente, pero significativo, en ese sentido, y es deseable que los países que aún no lo han emprendido otorguen a los palestinos ese reconocimiento, en estricto acatamiento al derecho de los pueblos a la autodeterminación.
Es claro que si Israel ha venido poniendo toda suerte de obstáculos a tales reconocimientos, ello obedece al afán por preservar en forma indefinida una ocupación y un cerco que le permiten continuar con el despojo territorial y de recursos naturales y el sojuzgamiento militar y la explotación laboral de los palestinos y, a la larga, hacer imposible la constitución de un Estado en la totalidad de Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental.
El cerco de Gaza y la ocupación de Cisjordania y el este de Jerusalén son tan implacables que Tel Aviv ha impedido la entrada al primero de esos territorios de caravanas y flotas de ayuda humanitaria, y a mediados de este mes bloqueó incluso a una comisión de las Naciones Unidas que pretendía investigar sobre el terreno la posible comisión de crímenes de guerra de las fuerzas militares israelíes que devastaron Gaza y causaron más de 2 mil muertos y 10 mil heridos –niños, ancianos, mujeres y hombres– entre su población.
Ciertamente, el reconocimiento de Palestina como Estado contribuye a acotar esa política inhumana y depredadora de ocupación y cerco, en la medida que otorga al pueblo victimado una mayor presencia internacional y nuevos derechos. Por ello resulta fundamental, por el bien de los palestinos, de los israelíes y de la paz mundial, que los primeros alcancen lo antes posible ese reconocimiento. Entre los gobiernos que aún no lo han extendido se encuentra el de México, y no hay razón a la vista para seguir postergando ese acto de justicia elemental que sería, por añadidura, plenamente congruente con las tradiciones más nobles y rescatables de nuestra política exterior.