l segundo aniversario de la llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia, que se cumplió ayer en un escenario político y social convulsionado, hace pertinente revisar el desempeño de su gobierno en este primer tercio del sexenio en curso.
Sin duda, el sello que el titular del Ejecutivo buscó imprimir a su administración fue el de las reformas estructurales, una de las cuales –la laboral– fue aprobada a fines de 2012, antes incluso de su asunción al cargo, pero ya en un escenario político en el que había sido nombrado Presidente electo y con la actual configuración del Poder Legislativo. En el curso de 2013 y en la primera parte del año actual se consumó la aprobación de las reformas restantes y de sus correspondientes leyes reglamentarias.
La reforma educativa –que fue sobre todo una suerte de reforma laboral para el gremio magisterial– generó un vasto movimiento de descontento entre los maestros y otros sectores sociales y ahondó la fractura ya existente entre la dirigencia oficialista del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y la disidencia aglutinada en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
La reforma energética, que abrió el sector al capital privado nacional y extranjero, significó una afectación a la soberanía nacional y a las finanzas del Estado, toda vez que éste, en lo sucesivo, tendrá que compartir la renta petrolera con inversionistas particulares.
La reforma fiscal –indispensable para paliar la merma de recursos públicos derivada de la anterior– afectó por igual a los grandes empresarios, la clase media, los profesionistas y las clases populares, y es en buena medida la razón por la cual la economía no ha podido despegar: el incremento generalizado de impuestos ha tenido un efecto recesivo que debilita el mercado interno, reduce las perspectivas de inversión y tiene, para colmo, una incidencia inflacionaria.
La reforma de telecomunicaciones, por su parte, dejó el negocio en manos de unos cuantos, no implicó democratización alguna en el acceso a las concesiones de radiofrecuencias ni introdujo mecanismos efectivos de control para impedir que el músculo mediático de los grandes consorcios se convierta en poderes políticos fácticos e ilegítimos.
Por otra parte, el gravísimo deterioro de la seguridad pública y del estado de derecho en buena parte del territorio nacional, problema heredado de la administración calderonista, fue atendido con una perspectiva eminentemente mediática y no se realizó el deslinde que se requería con respecto de la estrategia contraproducente y fallida del panista. En Guerrero y Michoacán, por ejemplo, el actual gobierno se concentró en desactivar las respuestas sociales a la suplantación de la autoridad por las organizaciones delictivas en lugar de enfrentar el problema principal.
El conjunto de alteraciones constitucionales y legales operadas por el gobierno peñista fue visto con buenos ojos por gobiernos y medios de Estados Unidos y de Europa, sin reparar en que los problemas estructurales del país –la desigualdad, la pobreza, el abandono de los sectores mayoritarios de la población, la impunidad, la corrupción, la opacidad, la descomposición institucional y la crisis de representatividad, entre otros– permanecían básicamente intocados. En tales circunstancias, la bárbara agresión perpetrada en Iguala el 26 de septiembre contra estudiantes normalistas de Ayotzinapa vino a detonar una crisis nacional cuyos componentes estaban aquí desde hace tiempo y que hoy amenaza con volverse una ingobernabilidad manifiesta.
Es claro que el grupo gobernante tendría que emprender un viraje general en todos los terrenos, especialmente en el económico y en el político, y formular un nuevo proyecto político acorde con la gravísima situación por la que atraviesa México, así sea para garantizar la viabilidad de la actual administración en los cuatro años que le restan.