a vigésima Conferencia de las Partes del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP20) concluyó ayer en Lima, Perú –luego de 13 días de negociaciones, y 36 horas después de lo previsto–, con la adopción de un documento que establece la estructura que deberá tener el futuro acuerdo global sobre reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, el cual deberá adoptarse en París, a finales de 2015, en sustitución del obsoleto Protocolo de Kyoto. En el texto final se reconoce una responsabilidad común y diferenciada
de los países frente al calentamiento global y se insta a cada gobierno a asumir esa responsabilidad.
Aunque los organizadores de la cumbre dijeron que ésta resultó exitosa y que se cumplió con el propósito, la mayoría de las organizaciones ambientalistas que dieron seguimiento a las negociaciones manifestaron un sentir de decepción al término de los trabajos; señalaron que el producto de las dos semanas de discusión es un documento que no alcanza a formular ninguna acción específica y que deja todas las decisiones importantes para el año entrante, y sostuvieron incluso que los representantes de las naciones antepusieron la conveniencia política sobre la evidencia científica.
Es posible que el encuentro realizado en la capital peruana haya fallado respecto de las expectativas que generó, pero también debe atenderse el hecho de que el fenómeno que se pretende combatir –el cambio climático– tiene trasfondos cuya atención no requiere solamente de medidas de índole ambiental.
Es pertinente recordar, al respecto, el enorme desequilibrio que impera en el mundo en materia de contaminación y degradación de los recursos naturales: mientras Estados Unidos cuenta con 4 por ciento de la población mundial, consume cerca de 25 por ciento del petróleo y del carbón, y es el mayor emisor de gases contaminantes.
Desde esta perspectiva, el obstáculo principal al establecimiento de un nuevo instrumento internacional que norme el comportamiento ambiental de los países no es en el fondo político, sino económico: el modelo de capitalismo salvaje que aún impera en buena parte del planeta, que implica la sumisión de los gobiernos a los intereses de los grandes conglomerados empresariales, para los cuales contaminar es un gran negocio que debe permanecer al margen de regulaciones públicas que les restarían rentabilidad.
En tal circunstancia resulta difícil suponer que en un año de negociaciones entre gobiernos con miras a la COP21 en París puedan modificarse los equilibrios de poder planetario y los intereses depredadores de quienes ostentan la mayor parte de ese poder.
La acción colectiva de los ciudadanos contra la indolencia gubernamental y la acción devastadora de los grandes conglomerados empresariales parece ser, hoy día, el único curso de acción posible para frenar la destrucción ambiental en el mundo y para atender imperiosa necesidad de que las naciones más prósperas cambien sus patrones de producción y de consumo, a fin de evitar una catástrofe climática global.