on el telón de fondo de la continuidad y el recrudecimiento de la violencia delictiva en Michoacán y de las agresiones sufridas por integrantes de distintas agrupaciones de guardias rurales, en días recientes se ha registrado una reactivación de los grupos de autodefensa que habían sido oficialmente desmovilizados
en meses anteriores. Voceros e integrantes de algunos de esos grupos, cuyos testimonios son recogidos en esta edición, coinciden en señalar dos elementos centrales de la actual coyuntura: la necesidad de rearmarse para hacer frente a la persistente amenaza criminal y el fracaso de la estrategia diseñada por el comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, Alfredo Castillo.
Como dato significativo, ayer mismo el funcionario federal solicitó a los dirigentes de la Policía Rural Hipólito Mora y Luis Antonio Torres, El Americano, presentarse a declarar ante un juez, luego del enfrentamiento del pasado martes en que murieron un hijo del primero y otras 10 personas. Tal solicitud de Castillo refleja una pretensión de normalidad institucional por parte del gobierno federal que sencillamente no existe en Michoacán, pero además deja ver un intento del gobierno por soslayar su propia responsabilidad en los hechos: a fin de cuentas, ambos personajes y sus respectivos grupos forman parte de una organización policial que fue inventada y armada por el gobierno hace apenas unos meses, como una forma de contener el avance de los grupos de autodefensa.
Debe recordarse que la proliferación de estas corporaciones estuvo precedida por una tolerancia, pasividad y corrupción gubernamental ante el accionar de las organizaciones delictivas, con lo que se colocó a la sociedad en una absoluta desprotección. Ante la desastrosa situación de Michoacán, habría sido deseable que la Federación se erigiera en un factor de sustentación del estado de derecho y de fortalecimiento de la institucionalidad local. No obstante, el gobierno federal actuó en sentido contrario a esas necesidades y en los últimos meses se dedicó a socavar la institucionalidad estatal al grado de anularla: no otra cosa es el nombramiento, vía decreto presidencial, de un comisionado especial cuyo supuesto fin es ejercer la coordinación de todas las autoridades federales para el restablecimiento del orden y la seguridad en el estado de Michoacán
, pero que en los hechos ha terminado por volverse un representante del poder presidencial omnímodo que pasa sistemáticamente por encima de los poderes soberanos de esa entidad. Instalado en el poder de Michoacán, Castillo operó una estrategia ineficiente y facciosa: reconoció formalmente a varios de esos grupos y los incorporó a la Policía Rural con el fin de controlarlos –pese a que algunos de sus integrantes han sido señalados por sus nexos con el narcotráfico– y emprendió una campaña de persecución en contra de facciones y personajes críticos del gobierno.
Con el correr de los meses han quedado en evidencia las debilidades estructurales de esa línea de acción: mientras que muchas de las policías rurales se quejan de la falta de apoyo, vehículos y equipamiento, pagos extemporáneos o inexistentes –lo que los coloca en suma desventaja frente a la delincuencia organizada–, en localidades como La Ruana se registran choques entre grupos antagónicos de esas organizaciones. En ese contexto de debilidad de las instituciones estatales y municipales y extravío e incapacidad de las federales, resulta lógico, aunque no por eso menos preocupante, que comiencen a resurgir agrupamientos de autodefensa que operan al margen del reconocimiento institucional.
La actual administración ha tenido más de dos años para corregir el desastre de seguridad pública heredado por el gobierno de Felipe Calderón y, a estas alturas, es claro que no ha podido hacerlo, y que al contrario, lo ha agravado. Es necesario que el gobierno federal asuma plenamente la responsabilidad que le corresponde en el escenario michoacano y que se apreste a corregir las malas decisiones que ha tomado en esa entidad y en el país.