n mis tiempos de niño me enseñaron que el año tiene 365 días y seis horas (excepto los años bisiestos, que duran 366 días y ninguna hora más). Tardé mucho hasta entender esa cuestión de las seis horas, pero así es la vida, llena de cosas difíciles de entender.
Bueno: 2014 no es año bisiesto ni nada, pero en Brasil parece durar mucho más que 366 días. Es como si a cada día surgiese una nueva mala noticia, y 2015 no llega nunca. Lo peor es que no hay ninguna razón concreta para creer que ese 2015 que no llega será mejor que el 2014 que no termina.
En 2014 el crecimiento del PIB brasileño rondará el cero. Quizá un poquito más, quizá un poquitín menos. Pero, en términos concretos, será un crecimiento cero. Con eso, las perspectivas para 2015 se hacen ácidas.
La inflación, a su vez, rondará 6.5 por ciento, lo que, para los parámetros locales, se considera mucho. Así, tenemos un país cuya economía no crece nada y cuya inflación sube un montón.
Es verdad que el desempleo se sitúa en los niveles más bajos de la historia, pero lo que la gente se pregunta es hasta cuándo seguirá así. No hay ningún indicio concreto de que pueda haber una inversión en la curva de la fuerza laboral en actividad, pero a veces –y esta es una– la sensación importa más que los números.
A todo eso, no queda ninguna duda de que la errática política económica del primer gobierno de Dilma Rousseff no resultó. La determinación era buena y válida: priorizar, de manera absoluta, la inclusión social, las conquistas de los trabajadores, los empleos, ningunear al sacrosanto mercado, despreciar la avidez de los monetaristas.
Pasados cuatro años, el resultado es contradictorio. Los empleos fueron preservados, los programas sociales han sido fortalecidos, pero los índices económicos quedaron lejos de lo que se podría llamar zona de tranquilidad. Llega a su final el año que parece no terminar nunca, con una bolsa de valores desplomada, con la moneda devaluada y con nubarrones pesados en el horizonte más inmediato.
Las cuentas públicas son un desastre. En lugar del superávit primario puesto como meta –o sea, lo que el Estado logra ahorrar para cubrir la deuda pública–, lo que se alcanzó fue un déficit significativo. Y eso, por no mencionar otro déficit, el de las cuentas externas, que difícilmente será compensado, en 2014, por el volumen de inversiones recibidas (Brasil sigue a la cabeza del total de inversiones externas en América Latina, pero con margen cada vez menor entre lo que se gasta y lo que ingresa).
Y, claro, están los escándalos. Nunca será demasiado repetir que desde siempre se robó, y mucho, en mi país. Pero no creo que en alguna otra ocasión se haya robado tanto. Por ahora, el eje del escándalo está en Petrobras, la gigante de petróleo que es una empresa de capital mixto; es decir: cotiza acciones en bolsa pero es controlada por el socio minoritario, el Estado brasileño.
Contratos sobrefacturados, propinas
millonarias a partidos políticos (tanto aliados como de la oposición), pérdidas forzadas (como, por ejemplo, mantener el precio de la gasolina congelado para no presionar la inflación, provocando perjuicios pesados a la empresa), todo eso debilitó a un nivel inédito a la que fue la mayor empresa latinoamericana.
Hay, cómo no, reflejos densos y pesados de todo eso en el ambiente político. Dilma Rou–sseff fue relegida en el último domingo de octubre para cuatro años más en la presidencia, pero hasta ahora no logró anunciar los nombres que integrarán su nuevo gobierno. Dispone de nada menos que 39 –¡39!– ministerios, además de miles de puestos y cargos para aplacar el apetito cada vez más voraz de los partidos que integran la alianza de gobierno. Se subastan secretarías de Estado y cargos en empresas públicas, direcciones de bancos estatales y agencias reguladoras, pero ni modo: teniendo en cuenta que los próximos cuatro años serán muy difíciles en las relaciones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, los muy nobles e íntegros senadores y diputados electos imponen exigencias y condiciones mucho más cercanas al chantaje mafioso que a la negociación política.
Y sin embargo, los últimos 12 años –las presidencias de Lula da Silva y de la misma Dilma Rousseff– fueron de cambios fundamentales en Brasil. Desde los tiempos de Getúlio Vargas, en los años 40 del siglo pasado, mi país no pasaba por transformaciones sociales tan profundas, reales, visibles, palpables, indiscutibles.
La gran cuestión ahora es saber cómo preservar esas conquistas y, al mismo tiempo, cambiar de una vez un sistema político espurio, que vive del chantaje y de la corrupción, en que a cada elección grandes conglomerados empresariales y de la banca literalmente compran, por la vía de donaciones para campaña electoral
, parlamentarios, gobernadores, alcaldes y vaya uno a saber qué más.
Los 12 años de gobiernos del PT –y hay cuatro más por delante– produjeron un cambio social sin precedentes en Brasil. Hay que saber ahora cómo impedir que los desmandes de un sistema político arcaico y putrefacto se impongan sobre lo que se conquistó.