e ha pensado sin cesar en la renovación del Estado mexicano, hasta llegar al momento actual en que es claro que lo que urge es iniciar una jornada intensiva, que no será breve, de rehabilitación de las relaciones sociales y del tejido institucional que sostienen el gobierno del Estado. Sin trazarnos esto como una tarea nacional colectiva, no arribaremos a la ansiada nueva normalidad
que, para en verdad serlo, reclama un gran esfuerzo de autocrítica de los gobernantes y otro, tal vez mayor, de afirmación de madurez de la ciudadanía.
Las rasgaduras sufridas por la trama democrática apenas codificada en leyes y actores constituidos a fines del siglo XX, han sido profundas y la corrupción desembozada y campante las ha agravado. Por eso es que, como propuso Gustavo Gordillo ayer, la crisis deba ser vista y entendida como una crisis de representación; también como una que afecta directamente el sistema de representatividad que, sin cambios mayores en estos años, se ha reducido a la extensión del pluralismo legislativo y a la alternancia en los ejecutivos, sin impactos ni correspondencia alguna sobre la conversación y la discusión deliberativas que son la esencia de la democracia.
Nada o poco se ha hecho a este respecto en estos años de estreno democrático que se volvieron ocasión para el regodeo de los grupos dirigentes de este pluralismo silvestre que ha servido, en primer término, para un reparto desembozado de los recursos públicos entre ellos y sus correspondientes en el gobierno del territorio. Las iniciativas destinadas a renovar este inicuo mecanismo de distribución prebendaria han sido simple y groseramente rechazadas o embargadas
por oscuros operadores del poder o sofocadas y distorsionadas por los medios de comunicación masiva que exigen también su parte en la piñata.
Lo ocurrido en estos infaustos días finales del año con la reforma política del Distrito Federal y el llamado sistema contra la corrupción es emblemático. También lo es la opacidad y exclusión con que temas como el del Consejo Económico y Social se han abordado.
Lo acaecido con la reforma de la capital fue una majadería y una irresponsabilidad; además, ha puesto en evidencia el vaciamiento de la representatividad como función política esencial de las formas de gobierno democráticas. Su revisión y rehabilitación no deberían esperar más, porque dañan al propio presidencialismo que el gobierno se empeña en reditar y conforman amenazas latentes a cualquier otro régimen que se pueda proponer como relevo, como el parlamentario, que sigue a la espera de un debate riguroso dentro y fuera de los órganos estatales y en ámbito popular y ciudadano.
La posposición sin fecha de reformas como las aludidas, al someterse al silencio opresivo del imaginario burocrático (esto puede sin más ser visto como un oximoron del que me hago cargo), carcome la frágil confianza de los ciudadanos en sus representantes hasta llevarla a circunstancias de abierto rechazo a sistema y actores. Algo de este estilo define nuestro ominoso presente, que será inmisericorde el del año que entra.
La reacción airada y comprometida de la juventud estudiosa ante el crimen y el abuso de poder, en Iguala y otros lares, es alentadora, pero cada vez más se muestra insuficiente como vehículo para las transformaciones que urge arrancar. De lo que se trata es de fortalecer la democracia y reformar la Constitución y el ejercicio el poder, para conquistar los mínimos de seguridad humana de que carecemos. Y nada de esto surgirá como fruto maravilloso de la movilización y el enojo sociales, aunque esté claro que sin ellos poco se puede esperar de los mecanismos formales con que contamos para tomar decisiones y llevarlas a cabo. De aquí la crisis del Estado y no sólo de uno u otro de sus ámbitos.
Es esto lo que hoy nos jugamos. Se llama legitimidad y está herida. Sin ella no hay confianza, pero sin ésta poco podrá caminarse por senderos democráticos. De aquí la dificultad profunda y, me temo, creciente de la reforma del Estado y del poder que tenemos que emprender.
La partida apenas empieza. Gobierno, partidos, medios de comunicación y los otros poderes constituidos, en vez de hacer mutis como política de Estado
, deberían investigar y revelar, dar muestras claras de que les conmueve la profundidad del descontento y arriesgarse a redescubrir el significado esencial de las nociones fundacionales de todo Estado moderno, como las de servicio público e interés general o nacional.
El contexto económico y social no está para bollos y arde con las caídas de los petroprecios y de las expectativas de crecimiento económico, así como con las alzas en las carencias sociales y las falencias repetidas de las políticas respectivas. Aún así, los representantes se empeñan en profundizar el daño, moral y material, conjetural e inmediato, como sucede con su negativa a despejar la cuestión del salario mínimo o soslayar por tanto tiempo el reclamo de médicos y enfermeras del sistema nacional de salud, un auténtico caso clínico de incuria gubernamental que dura lustros.
Este debería ser el paquete de compromisos iniciales, a la vez que fundamentales, que esperamos de ellos, aquí y ahora. De otra forma, sólo quedan el vacío y el caos.