on el propósito declarado de llevar lo mejor del cine de arte a una mayor cantidad de espectadores, el Festival Internacional de Cine de la Riviera Maya ha tomado la estupenda iniciativa de presentar en la Cineteca Nacional (y esperemos de ahí a otros recintos culturales), una selección de lo presentado en su tercera edición la primavera pasada. Esta actividad se suma a lo que cada año propone en la ciudad de México el Festival de Cine de Morelia, mientras otros encuentros fílmicos (Ficunam, Ambulante o DocsDF, entre otros) completan y enriquecen, a lo largo de meses, esa cartelera cultural alternativa que es todo un respiro frente a una programación comercial sin mayores innovaciones o sorpresas.
La Gira RMFF presentó seis largometrajes: Historias del miedo, del argentino Benjamín Naishat; Campo santo, guerra santa, del documentalista polaco Lech Kowalski; Diego Starr, cinta belga-canadiense de Fréderik Pelletier; 40 días de silencio, de Saodat Ismailovca, de Uzbekistán; la portentosa Duro ser un dios, del ruso Aleksei German, y Hasta que la locura nos separe, del documentalista chino Wang Bing, un cineasta revelado en México por el FICCO en su segunda edición, hace casi ya 10 años, con la notable película Al oeste de las vías (Tie Xi Qu, 2004), con una duración de nueve horas.
Apuestas de exhibición tan audaces sólo son posibles en un circuito cultural alternativo. Se sabe de entrada que el público será por fuerza minoritario, la recuperación comercial del filme, prácticamente nula, pero la gratificación para los cinéfilos suele ser muy estimulante por la seriedad y calidad artística de la propuesta y el carácter excepcional de su proyección en pantalla grande, un acontecimiento con escasas posibilidades de ser repetido. Algo también importante: ninguna capital de las dimensiones de la nuestra puede prescindir de actividades culturales alternativas de esta talla y naturaleza, so pena de naufragar a muy corto plazo en una mediocridad completa.
El caso del documental Hasta que la locura nos separe (Feng Ai, 2013), del chino Wang Bing, es perturbador. Podría semejar algún cuento de locura ordinaria de Charles Bukowski, de no ser porque lejos de ser una ficción delirante se trata aquí de un registro observacional de la vida cotidiana en el interior de un asilo mental chino, filmado con el inusitado permiso de autoridades políticas por lo común herméticas, bajo condiciones muy estrictas de las que el cineasta consigue sacar el mejor partido. En ese asilo alejado de las grandes urbes, no todos los reclusos padecen una patología precisa; la mayoría son simples parias sociales o ancianos abandonados por sus familias, inclusive disidentes políticos, quienes deben convivir al lado de delincuentes del fuero común o pacientes con severos trastornos mentales.
En una China con pretensiones de modernidad, alejada de un ideal socialista y volcada al pragmatismo de un capitalismo de Estado, lo descrito por Wang Bing parece anclado en un remoto pasado con reminiscencias feudales. El proceso de deshumanización de 50 reclusos es avasallador. Su contacto con médicos y enfermeras es mínimo, y el espectáculo que exhiben ante la cámara, crudo, en ocasiones obsceno: satisfacción de sus necesidades básicas e impulsos instintivos, desde lo sexual hasta lo escatológico. Al punto que la estrategia observacional llega a parecer éticamente cuestionable.
Los reclusos se quejan con desaliento de la arbitrariedad de su detención, algunos familiares incluso negocian con las autoridades médicas la prolongación del encierro de sus seres cercanos. En el aspecto de la disidencia política, una simple infracción ciudadana adquiere las dimensiones de un delito mayor sin que nada pueda remediar la confusión inducida. El delincuente, el enfermo, el disidente, el vagabundo y el anciano comparten una misma condición de desechos sociales en esta clínica de la deshumanización programada. Toda tentativa de escape es ilusoria, casi ridícula: alrededor del asilo todo es un páramo desolador.
Lo sorprendente es la red afectiva entre los reclusos, la cama compartida en visitas sexuales improvisadas o de rutina, los tímidos gestos de solidaridad espontánea, la comunicación precaria con otra sección del asilo reservada a las mujeres, también algún romance al vuelo, de ternura inusitada, capturado por una cámara siempre atenta. ¿Cómo no pensar en el impactante documental de Frederick Wiseman, Titicut Follies (1967), filmado en un asilo mental de Massachusetts, con sobriedad y empatía semejantes? En hemisferios distantes e ideologías apenas divergentes, el colapso humanista en las esferas del control institucional pareciera ser el mismo. Dos artistas convergen, a casi cinco décadas de distancia y con armas similares, en una denuncia parecida, imprescindible.
Se exhibe únicamente hoy en la sala 8 de la Cineteca Nacional, a las 19 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1