n el primer día del año nueve procesados por acusaciones relacionadas con su participación en movimientos sociales, internados en reclusorios del Distrito Federal y Puebla, iniciaron una huelga de hambre indefinida con el propósito de visibilizar las irregularidades de las que han sido víctimas. Mientras tanto, en Guerrero, el gobierno estatal incumplió su compromiso de desistirse de las acusaciones que formuló contra la dirigente de policías comunitarias Nestora Salgado, a fin de que la activista, presa desde hace 16 meses en un penal de Nayarit, pudiera quedar en libertad inmediata, ya que el gobierno federal no reiteró los cargos en su contra.
Los hechos anteriores hacen necesario poner atención en la circunstancia de decenas de prisioneros –tanto procesados como sentenciados– que se encuentran en distintas cárceles del país, imputados por acciones delictivas –reales o no– consumadas en el contexto de luchas sociales diversas: desde los integrantes de grupos de autodefensa michoacanos apresados y procesados por el gobierno federal, hasta activistas capitalinos a quienes se ha atribuido la comisión de desmanes en el marco de movilizaciones ciudadanas, pasando por los defensores de la zona arqueológica de Cholula, en Puebla, a los que el gobierno de Rafael Moreno Valle se ha empeñado en criminalizar, perseguir y encarcelar, y los integrantes de comunidades que resisten proyectos de desarrollo a todas luces lesivos para el medio ambiente y para las colectividades mismas.
Ante la altísima y exasperante tasa de impunidad que impera en el país en los casos de delitos graves cometidos por diversos grupos de la delincuencia organizada, y con el insatisfactorio desempeño de los órganos encargados de procurar e impartir justicia en ocasiones tan agraviantes como la masacre de Tlatlaya, estado de México, y la agresión policial contra estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero, resulta doblemente cuestionable el rigor exhibido por autoridades federales y estatales en contra de activistas sociales y políticos, no pocos de los cuales enfrentan acusaciones inverosímiles y disparatadas, y cuya situación actual es una confirmación de la creciente tendencia oficial a criminalizar la protesta y la organización social autónoma.
En el entorno político nacional enrarecido y exasperado que se gestó en el curso del año pasado, mantener en la cárcel a activistas y luchadores sociales constituye un factor más de tensión, descontento y descrédito para el régimen político en su conjunto, así como una eventual vulneración adicional de los derechos humanos y las garantías fundamentales. En tal circunstancia, resulta imperativo que las autoridades de procuración de justicia estatales y federales revisen a la brevedad las acusaciones en contra de ellos, desechen las que resultan improcedentes y pongan en libertad inmediata a los afectados, cuya permanencia en reclusorios, lejos de fortalecer el estado de derecho, lo debilita y desacredita.