urió ayer en esta capital, a los 88 años de edad, Julio Scherer García, sin duda el periodista más destacado de México en la segunda mitad del siglo XX. Formado a la vieja usanza, desde muy joven se incorporó a Excélsior en calidad de auxiliar; se hizo reportero y cronista y en 1968 asumió la dirección de ese diario, y muy pronto le imprimió una línea crítica e independiente que generó la animadversión del poder público –encabezado entonces por Gustavo Díaz Ordaz– y empresarial. La hostilidad de la entonces todopoderosa Presidencia se acentuó en el sexenio siguiente y culminó con un golpe orquestado por el gobierno de Luis Echeverría para sacar del diario al periodista ahora fallecido y a un amplio grupo de sus colaboradores. En menos de cinco meses muchos de los expulsados organizaron un nuevo proyecto informativo: la revista Proceso, a cuya conducción Scherer consagró todo su empeño en las décadas siguientes.
Desde su primer número, ese medio documentó las fallas y las miserias del poder; dio tribuna a intelectuales, políticos opositores y dirigentes sociales; abordó la generalidad de los asuntos nacionales e internacionales con visión siempre crítica, y asumió la tarea de operar como contrapeso necesario a la autoridad. Ello disgustó también a José López Portillo, quien en las postrimerías desastrosas de su gobierno cometió el exabrupto de ordenar el retiro de la publicidad oficial a Proceso, alegando: No pago para que me peguen
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Es exasperante e ilustrativo el hecho de que, casi 40 años después del golpe presidencial que sacó a Scherer y a su grupo del viejo Excélsior, el poder público siga hostigando al semanario con las mismas estrategias ilegítimas y patrimonialistas –escatimarle la publicidad oficial– y siga actuando como si los presupuestos para comunicación social fueran propiedad de los gobernantes, haciendo uso discrecional y arbitrario de ellos, según simpatías y antipatías políticas y personales, y no recursos públicos que debieran ser distribuidos en forma equitativa y regulada entre los distintos medios impresos, electrónicos y digitales, en forma proporcional a sus respectivas audiencias, impacto, penetración y tráfico.
Permea la impresión de que en los círculos del poder político y empresarial lo que se pretende es tener una prensa arrodillada, una prensa al servicio no de la sociedad, sino de las castas que se turnan en un ejercicio de poder con tufo patrimonialista. Vivir en una burbuja debe ser gratificante, pero siempre sucede que la realidad acaba imponiéndose a los sueños guajiros.
Lo cierto es que desde el sexenio diazordacista hasta el actual, la tarea periodística presidida por Scherer hubo de enfrentarse a la incomprensión de quienes encabezan las instituciones, que, a lo que puede verse, no han sido capaces de comprender que para el desempeño de sus propias funciones, y para la sociedad en general, resulta crucial la información independiente y crítica de la que Julio Scherer fue exponente destacadísimo desde su juventud hasta el final de sus días.
Descanse en paz.
Tres presuntos fundamentalistas islámicos de nacionalidad francesa, dos armados con rifles de asalto AK-47, perpetraron ayer una masacre en París en la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo, publicación que se ha caracterizado por sus posturas libertarias, irreverentes, antigubernamentales y antirreligiosas, y que desde la década pasada había sido objeto de amenazas, procesos judiciales, un incendio intencional y ataques informáticos por publicar caricaturas consideradas blasfemas para el islam.
En la agresión fueron asesinados el dibujante Stéphane Charbonnier, Charb, director de la revista, y otros cuatro moneros: los veteranos Cabu (Jean Cabut) y Georges Wolinski, Tignous (Bernard Verlhac) y Philippe Honoré; los periodistas Bernard Maris, Michel Renaud y Elsa Cayat; el corrector Mustapha Ourad; el empleado de mantenimiento Frédéric Boisseau, y los policías Franck Brinsolaro y Ahmed Merabet. Otras 11 personas resultaron heridas, cuatro de gravedad.
Este brutal atentado, que ha conmocionado e indignado a Francia, a Europa y al resto del orbe, exhibe la vigencia en el mundo contemporáneo de fanatismos religiosos que desembocan en el crimen, y los niveles de saña alcanzados por el conflicto entre los gobiernos occidentales y los reductos fundamentalistas y terroristas del islam. En este contexto, no parece casual que ambos bandos seleccionen a periodistas y medios como víctimas de sus respectivas barbaries, ya sea en forma cínica, como han hecho los efectivos del Estado Islámico (EI), o de manera hipócrita, como hizo Estados Unidos en Irak al bombardear la sede de Al Jazeera en Bagdad y asesinar desde un helicóptero a un camarógrafo y a sus acompañantes, como quedó documentado en el video llamado Asesinato colateral, difundido en 2010 por Wikileaks.
Paradójicamente, la masacre de ayer en París también pone de manifiesto que la información, la crítica, el sarcasmo y el humor pueden ser poderosos para inducir al homicidio a los exponentes más extremados de la intolerancia.
Por desgracia, es posible que esta condenable agresión no signifique únicamente el homicidio de periodistas que ejercían su profesión y su derecho a la libre expresión, así fuera con irreverencia y blasfemia, ni un daño tal vez irremediable contra Charlie Hebdo. El episodio viene como anillo al dedo a los halcones de Occidente, empeñados en buscar pretextos para intensificar su intervención militar en Medio Oriente, y a los sectores xenófobos e islamofóbicos de la ultraderecha francesa, siempre ávida de argumentos para criminalizar a los ciudadanos de origen árabe o musulmán y a los migrantes del Norte de África.