a hipótesis presentada por las autoridades francesas tras escudriñar las cajas negras del avión de Germanwings que cayó en los Alpes el martes pasado, con un saldo fatal de 150 muertes –todas las personas que iban a bordo, entre ellas dos mujeres de nacionalidad mexicana– es en extremo perturbadora: de las grabaciones se infiere que el copiloto, Andreas G. Lubitz, se encerró en la cabina aprovechando una salida del piloto y estrelló el aparato en forma deliberada, explicó ayer el fiscal de Marsella, Brice Robin, responsable de la investigación.
Descartada hasta ahora la hipótesis de un atentado terrorista, ha de aceptarse, sin embargo, que la tragedia fue al parecer provocada por una acción criminal extraña e inexplicada que pudo ser llevada a cabo, paradójicamente, por la adopción de una de las medidas de seguridad impuestas a las líneas aéreas tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001: la instalación de puertas blindadas entre la cabina de mando y el resto de la aeronave, sólo operables por quienes ocupan los puestos de pilotaje. Según la hipótesis oficial, en cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, el capitán de la nave salió de la cabina, presumiblemente para ir al sanitario, y no pudo volver a ella porque su segundo la cerró por dentro. Tras operar los mandos de la aeronave para hacerle perder altura, Lubitz se abstuvo de responder los mensajes de radio de los controladores aéreos y las llamadas de sus compañeros de tripulación y resultaron infructuosos los empeños del piloto por forzar la puerta.
Además del blindaje de las cabinas de los aviones de pasajeros, los gobiernos del mundo han adoptado otras medidas con el propósito de disuadir a posibles atacantes terroristas, detectarlos o impedir que lleven a cabo sus planes. Hayan o no incidido en una reducción de los atentados, tales medidas se han traducido en el encarecimiento de los servicios de transporte aéreo, en significativas molestias y abusos para sus usuarios, en una generalizada sensación de vulnerabilidad y en factores de tensión adicionales al viaje mismo. Como ocurrió el martes en el catastrófico vuelo 4U9525 de Germanwings, la puerta infranqueable entre la cabina y el resto del aparato hizo posible que el copiloto llevara a cabo una presunta acción criminal hasta ahora incomprensible.
Un dato inquietante es que la abrumadora mayoría de las tragedias aéreas ocurridas en los casi 14 años transcurridos desde los ataques de Al Qaeda en Nueva York y Washington han sido consecuencia de errores humanos y mecánicos, cuyos orígenes deben buscarse principalmente en omisiones de capacitación y mantenimiento, y no de atentados terroristas. Tales omisiones, a su vez, tienen como telón de fondo la feroz competencia por el mercado y el imperativo de minimizar costos y maximizar utilidades a que se ve sometido el conjunto de las aerolíneas.
Sin desconocer la importancia de garantizar la seguridad aérea, cabe preguntarse si la forma en que han buscado hacerlo los gobiernos y la industria ha sido la adecuada. Al menos en el caso del Airbus al parecer derribado el martes por su copiloto, el cual no tenía, hasta donde se sepa, motivación ideológica alguna ni vínculos con organizaciones terroristas, la respuesta parece ser negativa. El designio perverso de un solo miembro de la tripulación habría bastado para inutilizar toda medida de seguridad y acabar, en cuestión de minutos, con 150 vidas la suya incluida.
Los imponderables existen, seguirán existiendo y en ocasiones tienen consecuencias trágicas. De acuerdo con la información disponible, Andreas Lubitz había recibido el entrenamiento adecuado, había pasado las exhaustivas pruebas sicológicas y médicas que la Unión Europea impone a los aspirantes a pilotos de aeronaves comerciales y no había forma de predecir una conducta como la que presuntamente adoptó el martes pasado. La tragedia que provocó debiera llevar a repensar no sólo las condiciones y regulaciones actuales del transporte aéreo, sino las del modelo de civilización en el que ocurren episodios de esta clase.