ara su cuarta edición, el Riviera Maya Film Festival (RMFF) enfrentó un reto del cual salió adelante: el cambio de sede. Por desgracia, se perdió la singular locación de Plaza Pelícano, moribundo centro comercial cuyo conjunto de salas de proyección sólo funcionaba para el festival. En su lugar, se habilitó un espacio en el Centro Maya, otro triste centro comercial que, en lugar de estar situado en Playa del Carmen, propiamente dicha, se encuentra al borde de la carretera que conduce a Tulum.
Por suerte, dicho cambio no representó una pérdida de espectadores ni merma en las actividades del festival. Las proyecciones se llevaron a cabo en un múltiplex de Cinemex que, contra su costumbre, no incurrió en fallas técnicas. Según se sabe, el fuerte del RMFF radica en su esmerada programación, que consigue combinar lo alternativo y lo experimental con el cine de autor, sin ceder en instancia alguna a lo meramente comercial. Ninguna de sus películas fue traída por una gran distribuidora trasnacional y es probable que muchas de ellas no vuelvan a verse en pantallas nacionales.
A diferencia de otros festivales que confunden lo grandioso con lo grandote, Ibargüengoitia dixit, el RMFF concentra su programación en menos de 70 títulos, cosa que evita la dispersión y el relleno. En este caso, las películas seleccionadas tienen su razón de ser. Y es mérito de los programadores Michel Lipkes y Maximiliano Cruz haber escogido una colección de películas internacionales particularmente fuerte en esta ocasión. Así, el descubrimiento de nuevos talentos se conjugaba con el refrendo de autores reconocidos.
En cambio, la sección competitiva, titulada Plataforma Mexicana, no corrió con igual suerte porque, como se comprobó también en los pasados festivales de Morelia y Guadalajara, 2014 no fue un año de memorable cosecha en cuanto a producciones nacionales se refiere, salvo las consabidas excepciones.
Nuevamente, los documentales fueron la parte fuerte de la selección con títulos como Ícaros, nueva exploración naturista de Pedro González Rubio sobre la frontera entre la ficción y el documental; Juanicas, exorcismo personal de Karina García Casanova sobre la crisis de su propia familia, y El silencio de la princesa, de Manuel Cañibe, inquietante investigación sobre la descomposición mental de la actriz y cantante Diana Mariscal.
Entre las ficciones rescato Me quedo contigo, de Artemio Narro, ganadora en ex aequo de la sección, por su calculada provocación al plantear el reverso de la fórmula sexista y misógina: en este caso, son las mujeres las depredadoras y el hombre –un machín caricaturizado– el victimado.
El comentario generalizado es que quizá la Plataforma Mexicana debió haber ofrecido menos películas dada la medianía dominante. Por lo menos, un par de títulos –no diremos nombres para no herir susceptibilidades–pudo ser sacrificado sin problema.
Por lo demás, el RMFF siguió realizando su útil concurso del Riviera Lab, con el apoyo monetario a posproducciones, así como clases magistrales de talentos extranjeros y nacionales. Uno supone que el festival también sufrió recortes presupuestales porque está de moda en este país. Si los hubo, la directora Paula Chaurand supo disfrazarlos, porque no se notó ninguna disminución de actividades. Y hasta todos los días hubo fiesta para quienes así lo requieren.
Lo único que se le pediría al RMFF es una estabilidad de fechas. El año pasado se celebró en marzo y eso fue beneficioso en cuestiones climáticas. En esta ocasión el calor fue sofocante en Playa del Carmen. Pero no importó mucho: las salas de cine tenían aire acondicionado.
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