grandes rasgos, y a lo largo de casi medio siglo, el sucedido que sigue tuvo dos tiempos. El primero ocurrió en 1967, cuando sus dos protagonistas cursaban el segundo de preparatoria en la ciudad de México. Los llamaré Ismael y Ernesto. Se simpatizaban sin condiciones, tal vez por lo mucho que compartían, desde la inclinación hacia la ciencia hasta la destreza en el deporte, por no mencionar su sueño central, el de algún día hacer alguna contribución mayor en beneficio de la humanidad.
En la preparatoria privada de la que eran alumnos, a fin de curso se organizaba una competencia de atletismo, una para los grupos del primer grado, otra para los del segundo y otra para los del tercero, con una decena de salones por grado. Ismael y Ernesto pertenecían al salón C del segundo de preparatoria, que en 1967 resultó el campeón por la cantidad de medallas que acumuló. Ganaron la de oro, Ernesto en salto de garrocha, Ismael en salto de longitud. Y, aunadas a las que ganaron compañeros suyos en otras modalidades de la competencia, el grupo C fue el campeón del total de salones de ese grado, con lo cual mereció el trofeo anual. Concluida la premiación, el maestro responsable del salón triunfador pidió justo a Ismael y a Ernesto que llevaran el trofeo al gimnasio y lo depositaran en la vitrina con los trofeos de ciclos anteriores.
Con el trofeo en las manos, en camino al gimnasio, mediante miradas y sin palabras, los dos amigos tomaron una decisión conjunta que habría de ser determinante. Así, una vez ante la vitrina, Ismael y Ernesto giraron sobre sus talones y, siempre con el trofeo en las manos, se encaminaron de prisa hacia el coche de Ernesto, en el estacionamiento del recinto escolar. El vehículo era un Ford de 1950, aunque arreglado para colección, con el que el papá de Ernesto premiaba su rendimiento escolar, sin sospechar el uso que ese mismo día le daría, pues con el trofeo en la cajuela, la carcacha se convirtió en instrumento de un hurto vil, por más que bien intencionado.
Tal vez para paliar la culpa, los delincuentes primerizos y de una sola ocasión tomaron otra decisión. Frente a la casa de Ismael echaron un volado para que el ganador (¿o perdedor?) se quedara con el trofeo. Y así fue como Ismael, que ganó o perdió la apuesta, con sentimientos encontrados colocó en el librero de su recámara de hijo de familia el trofeo en cuestión y lo tuvo frente a la vista mientras, como universitario, cursó la carrera de física y obtuvo el grado de licenciatura, que fue cuando dejó la casa paterna y partió al extranjero a cursar la maestría y el doctorado, lapso en el que, investigador y académico de prestigio mundial, se casó, formó una familia, se integró a la más respetada sociedad internacional y no dejó de ser constantemente reconocido por sus diferentes contribuciones científicas en beneficio de la humanidad.
Cuando volvió a su ciudad natal en 2015, entre los objetos que había dejado atrás se enfrentó con el viejo trofeo de atletismo, así como con los sentimientos encontrados que ese trofeo le suscitó. Pero advirtió que, casi medio siglo después, pesaba más en su ánimo el gusto que de joven experimentó al triunfar, que el remordimiento que entonces llegó a sentir al habérselo quedado en lugar de depositarlo en la vitrina como debía. Con el deseo de que la vida le hubiera sonreído a su viejo amigo como a él, y de que por tanto los sentimientos encontrados del pasado, igual que a él, hoy lo hicieran sonreír más que llorar, buscó a Ernesto. A la cita llevó consigo el trofeo y, al tiempo que alegremente se lo extendía a su viejo amigo, le propuso que ahora lo conservara él al menos los siguientes 48 años.
Pero un gesto feliz no lo entiende sino un hombre feliz, y el amigo con quien Ismael pretendió compartir su gesto feliz no era un hombre feliz. Había fracasado en su matrimonio y, por lo que hace al sueño que de joven compartió con Ismael de hacer una contribución para la humanidad, en él se reducía a ser maestro de aritmética en una primaria pública. De modo que, apesadumbrado, Ernesto rechazó el trofeo de latón que Ismael le extendía; declaró que ignoraba de qué le estaba hablando su viejo amigo y que, aparte, él no tenía en dónde colocar ese pedestal, de 40 cm de alto con una base de 25 cm de diámetro, con la figura de un corredor en el acto de estar llegando a no se sabía qué meta.