n París estuve dos intensas semanas.
Invitada por Phillippe Ollé-Laprune, promotor y hacedor del libro Paris México-capitales del exilio, en dos bellísimos volúmenes profusamente ilustrados, publicados en el Fondo de Cultura Económica. Un encuentro en el Hôtel de Ville, del otro lado del Sena, rive droite, viejo edificio construido hace varios siglos y destruido numerosas veces –durante la Revolución francesa por ejemplo–, decorado con frescos decimonónicos, entre los cuales destacan varios de mujeres desnudas, más o menos rollizas.
Allí se desarrolló una laboriosa jornada: participaron figuras importantes de la cultura francesa, como el poeta y novelista chino François Cheng, exilado en París hace más de 60 años y convertido en académico de la Lengua, y claro, Patrick Deville, viajero y fumador infatigable, Premio Fémina, autor de varias novelas cuyos escenarios son muy diversas y lejanas regiones del mundo, incluyendo de manera especial Latinoamérica. Viva, su última novela describe el país que fue México en los años 30, donde estuvo asilado Trotsky, vivieron Frida Kahlo y Diego Rivera, luego Malcolm Lowry, y visitado entre otros por André Breton y Antonin Artaud, acogido por mi añorado amigo Luis Cardoza y Aragón.
De México fuimos varios invitados, además del organizador, que junto con la Alcadía de París y la ciudad de México presidió el encuentro: Carlos Pereda, Jorge F. Hernández, María Luisa Capella y el poeta y traductor iraní Mohsen Emadi, cuya lectura de poemas aún resuena en mis oídos por su fascinante y encantatoria declamación: Emadi, refugiado en México en el albergue que desde hace varios años brinda la Casa Refugio Citlaltépetl, dirigida desde su inicio por Phillippe Ollé y convertida en un lugar cultural ineludible en esta ciudad.
Bruno Tackels habló de su autor más estudiado, Walter Benjamin, quien pasó casi todos sus últimos años en París, ese exiliado que como Paul Celan fue casi totalmente desconocido en Francia mientras vivió; y, según escribí en un ensayo publicado en el libro que mencioné al principio, ambos fueron grandes admiradores de la cultura francesa: la difundieron en alemán.
Los alumnos que Celan tuvo en la Escuela Normal Superior quizá nunca se percataron de que su maestro de traducción había sido uno de los poetas más eminentes del siglo XX.
¿A qué se debe entonces esta gran omisión, me preguntaba cuando escribía mi ensayo para ese libro? ¿Por qué otros escritores exiliados, Ionesco y Cioran, Beckett, Adamov, y más tarde Kristeva y Todorov –menciono unos cuantos–, son reconocidos como escritores franceses? ¿Sería simplemente porque eligieron escribir en francés?
En su texto Encuentros con Celan, Cioran relata cómo empezó a escribir en la lengua que lo consagró, redactando el Tratado de la descomposición que Celan, a su vez, tradujo al alemán: “Fue apenas en 1947 que decidí escribir en francés. Cambiar de lengua a los treinta siete años no es una empresa fácil. En verdad, es un martirio, pero un martirio fructífero… Sin ese impulso para conquistar la lengua francesa, me hubiera suicidado.”
Si Celan hubiese seguido ese mismo impulso, sería muy probable que no hubiese podido escribir y que hubiese apresurado su suicidio. Escribía perfectamente en francés: que yo sepa, sólo hay un poema en ese idioma, dedicado a su hijo Eric.
En París viví muchos años de mi vida juvenil, allí estudié y conocí un París sobrio, austero, maravilloso, un París que no debo idealizar, me aconseja mi amigo Jean Gallard (con todo, idealizo, ¿acaso no fue el país donde viví mis años de formación?). El viernes pasado pasé por el Hotel du Lys, donde me alojé hace 60 años, cuando llegué a Francia, hotel modesto, con excusados en los descansillos de las escaleras, bidés de peltre blanco, varios pisos que yo subía ágilmente, y gaz à tous les étages
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Hoy se ha modernizado, es luminoso, pero aún no tiene elevador. El conserje chino me aseguró que el año próximo lo instalan.
Twitter: @margo_glantz