Función de circo
in posibilidades de viajar, para quienes vivíamos en aquel barrio el término vacaciones
era sólo una palabra. En la escuela, durante la última semana de clases, el término daba a nuestra profesora oportunidad de saber si habíamos aprendido a distinguir entre la be de burro y la ve de vaca; pronunciado en la casa significaba liberarnos del despertador y las tareas a cambio de convertirnos en pequeños adultos con obligaciones específicas y acordes con nuestro sexo.
Para disminuir la carga de trabajo de nuestras madres, a las niñas nos correspondía ayudarlas en las tareas domésticas, acompañarlas al mercado, a sus visitas o a los talleres adonde iban a entregar la ropa que cosían a destajo. Al cumplir con esas tareas ascendíamos al nivel de mujercitas
y, de paso, nos adiestrábamos para el momento de convertirnos en esposas.
Para los niños, las vacaciones resultaban liberadoras y provechosas económicamente. Su desempeño como chícharos, mozos, dependientes, limpiavidrios en las gasolineras o cargadores en el mercado les permitía aprender un oficio, salir a la calle sin obligación de regresar a una hora determinada y obtener propinas.
La mayor parte del dinero ganado se lo entregaban a sus padres. El hecho de contribuir a la manutención familiar los convertía en hombrecitos
con cierto poder, derecho a mayor independencia y una posición de superioridad frente a los hermanos menores.
II
Nuestras actividades temporales disminuían hacia el atardecer. La salida a comprar el pan era la aduana por donde entrábamos a nuestra porción de vacaciones. De regreso de la panadería, ante la vigilancia de las mujeres reunidas en los quicios para conversar, abandonábamos el papel de mujercitas
y hombrecitos
y procedíamos según nuestra edad.
Los juegos que organizábamos en los patios de las vecindades o a media calle nos daban oportunidad de imaginar, correr, desahogarnos con gritos y carcajadas que en ocasiones, debido a pleitos o mínimos accidentes, se convertían en llanto.
Si en aquellos atardeceres recobrábamos nuestra infancia, lo conseguíamos con mayor plenitud en cuanto aparecían los repartidores de volantes anunciando una nueva temporada del circo. Su nombre, Adela y Benjamín (los propietarios), indica el origen familiar de la empresa y su modestia. Sin embargo, para nosotros era algo grandioso porque significaba el encuentro con personajes oportunidad de conocer animales que de otro modo, en nuestras condiciones económicas, jamás habríamos visto en persona
(según se detallaba en los volantes): un oso, un elefante y un camello.
Por su simple aspecto, cada uno de esos ejemplares nos llenaban de asombro. Después, cuando durante la función los veíamos desplegar sus habilidades, quedábamos sorprendidos de que aquellos animales respondieran con tanta gracia y precisión a la voz humana.
III
Dos o tres días antes de su debut, el circo se instalaba en un paraje solitario, de mala fama, a orillas del barrio. La carpa central, por sus dimensiones, alteraba la fisonomía de nuestro barrio de manera tan drástica, como si un castillo fabuloso hubiera surgido, por arte de magia, en medio de ruinas y despojos.
La construcción hecha de lonas, postes y cables quedaba rodeada por las jaulas de los animales y sus comederos, y a menor distancia por los alojamientos de los artistas: casas rodantes con escaleritas retráctiles, ventanas encortinadas y una puerta que, siempre de par en par, mostraba trozos de intimidad y permitía salir las voces y los olores propios de la vida doméstica.
Aunque teníamos prohibido acercarnos a las jaulas, los niños del barrio nos instalábamos en algún lugar propicio para ver, desde prudente distancia, a los animales y a los artistas, cuyos talentos se calificaban en los volantes con una sarta de adjetivos: increíble
, único
, deslumbrante
, estremecedor
...
A los curiosos nos parecía increíble que aquellos hombres y mujeres, en bata y con pantuflas, que a la vista de todos se afeitaban ante un trozo de espejo, tendían ropa en un lazo, colocaban la jarra de café sobre la hornilla o sacudían cobijas, pudieran ser las mismas personas que en las funciones harían diabluras, malabarismos y proezas, lo mismo desde las alturas que ante las fauces abiertas del león, sobre el lomo del elefante o la joroba del camello.
También dudábamos de que los animales portentosos que veíamos dormitar, revolcarse en sus jaulas o ir caminando al paso marcado por sus cuidadores fueran a convertirse en actores capaces de saltar o desplazarse al ritmo de la música.
IV
Los días previos al debut del circo eran de excitación e incertidumbre: ¿nos llevarían al circo? Para ganarnos esa dicha las niñas nos volvíamos más hacendosas y obedientes aun cuando nos encargaban deberes tan fastidiosos como pulir ollas o espulgar frijoles. Por su parte, los niños hacían méritos ante sus patrones a fin de que les permitieran salir del trabajo antes de lo habitual, con tiempo suficiente para ir al circo.
La temporada de Adela y Benjamín en nuestro barrio era muy breve. Pronto llegaba el día en que la gran carpa se desinflaba y caía en medio de un amasijo de postes y cables. Los hombres que habíamos visto como trapecistas o domadores, en mangas de camisa se asomaban a los motores de los vehículos; las mujeres guardaban cafeteras y hornillas; los cuidadores guiaban los animales hacia sus jaulas y al fin emprendían la marcha.
Alegres, agitando los brazos, los niños escoltábamos la caravana. La seguíamos a la carrera, pero conforme tomaba velocidad más y más rezagados quedábamos. Al fin nos deteníamos para ver alejarse nuestra infancia montada sobre el lomo de un oso, un elefante y un camello.