Recuerdos VII
nolvidables...
Hasta donde el odioso tirano del espacio nos ha permitido, hemos rememorado a Manuel Rodríguez (Manolete y El Monstruo) y a Silverio Pérez (El Faraón de Texcoco y El Tormento de las Mujeres) en la corrida del 9 de diciembre de 1945, presentación y confirmación de alternativa del hispano, tarde en la que ambos se remontaron a las cúspides de los elegidos. Fue tal el impacto de aquella fecha, que más adelante habremos de consignar todo lo que de ella se derivó.
Como lo escribimos, dejamos no en el tintero (dado que ya no existe tal forma de escribir), sino en la memoria de la PC al tercer espada, Eduardo Solórzano Dávalos, dilecto amigo y quien por muchos años nos bautizó
como Albertón, quien esa tarde se despidió de la afición capitalina y con dos corridas posteriores en cosos de provincia.
Y recordemos…
Lalo, hermano de El Rey del Temple, era poseedor de una clase privilegiada, que de casta le viene al galgo y, según nos comentaban grandes eruditos de la fiesta, entre ellos mi padre y el señor De Icaza, que si bien no llegó a las cumbres toreras, tal se debió a varios factores.
El primero, su galanura y su indiscutible simpatía ya que, emulando a los marineros, en cada puerto tenía un amor. El segundo, su matrimonio con la increíble belleza de su primera esposa, Mimía Fernández del Valle, propietaria de la hacienda de Huascato, que necesitaba de una mano firme para su administración, así como varios negocios que Lalo había iniciado poco antes en la Perla Tapatía.
Así que, adiós al traje de luces.
* * *
Podemos afirmar que en ese capitalino adiós hubo de todo: bueno, regular y malo.
Tuvo que despachar tres toros: tercero, quinto y sexto; en el primero estuvo colosal con el capote, muy variado con la pañosa y mal con la espada.
Pero, más vale honrar la palabra empeñada y dejemos que los señores que tanto lustre le dieran a las letras taurinas vistan de lujo estas páginas, a la par que, emocionados, les rendimos tributo por lo que supieron ser y lo mucho que nos han dejado.
Loor a sus nombres.
Ojo dictó que en su primero –tercero de su lote–, el moreliano dibujó lances de capa plenos de lentitud y hondura; con la muleta dio muestras de su clase privilegiada y de no haberse eternizado en doblar el burel una oreja se hubiera llevado y la ovación del respetable (en ocasiones no tanto) fue un reconocimiento a su labor y los otros dos astados no se prestaron para el lucimiento, ya que el quinto resultó ser todo un costal de mañas y el último fue ruidosamente protestado por lo pobre de su presencia.
Y, a manera de confirmación de lo que Eduardo significó en la fiesta, lo que escribió don Alfonso en su formidable libro Así era aquello. Eduardo Solórzano: buena campaña novilleril; brillante alternativa y prematura retirada
.
El investigador, escritor y ex juez de plaza Heriberto Lanfranchi, no sabemos bien a bien la razón o motivos por los que fue tan parco con el moreliano, al que se refirió así: Eduardo Solórzano tuvo una despedida deslucida y en los tres astados que despachó (tercero, quinto y sexto) sólo en el primero de ellos lo aplaudieron con calor
.
El tío Carlos (licenciado Carlos Septién García) no se quedó atrás en su crónica del festejo y así puntualizó la labor de Eduardo:
“En su última tarde de matador de toros, Eduardo Solórzano estuvo torerísimo en su primer enemigo, tercero de la tarde, al que toreó con suavidad exquisita, con derechazos por alto. Llanero tardó en doblar, pero mereció la vuelta al ruedo y la aclamación general a la clase moreliana de que hizo derroche y a la elegancia de su faena.
“Luego, cargó con lo duro de la corrida. Hubo de matar al autor del desaguisado a Manolete y porque Silverio también estaba en la enfermería, a un becerro pegajoso y poco bravo que fue el sexto.
Eduardo Solórzano sacó adelante el decoro.
* * *
Vaya tarde, la del 9 de diciembre de 1945, tan importante y trascendental en la historia de la fiesta brava en México –en todos sentidos–, es por ello que la considero un antes y un después por todo lo que de ahí se derivó.
(Continuará).
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