os periodistas –una reportera y un camarógrafo– fueron asesinados ayer en Virginia, en un tiroteo ocurrido durante la transmisión en vivo de un noticiero de la cadena local WDBJ-TV. El agresor, identificado como Vester Flanagan –ex empleado de la compañía de la que había sido despedido– murió pocas horas después a consecuencia de heridas de bala que él mismo se infligió, de acuerdo con las autoridades.
Los hechos suscitaron una nueva oleada de indignación en el vecino país del norte. El portavoz del gobierno estadunidense, Josh Earnest, deploró el trágico ataque
e instó al Congreso a tomar medidas de sentido común
para evitar este tipo de episodios, que resultan muy frecuentes
en Estados Unidos.
En efecto, los estremecedores episodios de violencia individual que de manera recurrente siembran terror y zozobra en la sociedad estadunidense tienen como componente indiscutible la desmesurada proliferación de armas de fuego en manos de la población del vecino país, incentivada por factores legales, como la anacrónica segunda enmienda de la Constitución, y culturales, como el espíritu belicista y violento inculcado en la población por los recientes gobiernos de ese país, destacadamente el que encabezó George W. Bush.
Pero, más allá de la necesaria revisión del marco normativo que permite la posesión irrestricta de armas en Estados Unidos, episodios como el comentado dejan ver una percepción distorsionada de las amenazas a la seguridad estadunidense de autoridades, representantes y buena parte de los habitantes de aquel país: mientras las autoridades prosiguen en una cruzada antiterrorista
en contra de expresiones de violencia que ocurren a miles de kilómetros de distancia –por ejemplo, las acciones de combate contra el Estado Islámico–, brillan por su ausencia las medidas concretas y eficaces para detectar y contener los casos de delirio individual que desembocan, con frecuencia exasperante, en balaceras y masacres como la referida.
Significativamente, el mismo complejo armamentista que impulsa el combate contra amenazas reales o ficticias a la seguridad nacional en el exterior se opone férreamente a las restricciones para la posesión de armas por parte de civiles en el interior. La superación de esa doble moral es condición necesaria para revertir la preocupante situación de violencia endógena que cíclicamente trastoca la tranquilidad de un país que se ostenta como modelo de civilidad ante el resto del mundo.
Por lo demás, la experiencia estadunidense debiera ser vista como referente negativo para naciones como la nuestra, en lo que se refiere a la proliferación de armas de fuego entre las poblaciones. En forma significativa, el hecho de ayer en Virginia coincide con el desarrollo de la primera Conferencia de los Estados Partes del Tratado sobre el Comercio de Armas, que busca sentar las bases para un adecuado control y comercio
de estos artefactos y la generación de un mejor entorno de paz
, según expuso ayer el titular de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade. Sin desconocer la necesidad de regular y controlar el flujo internacional de armamento, es necesario cuidar que el referido tratado no derive en el crecimiento y consolidación de un mercado interno legalizado de armas que difícilmente se podría circunscribir, en el caso de nuestro país, a los cuerpos de seguridad, y que previsiblemente terminaría por reforzar la capacidad de fuego del crimen organizado, e incluso posibilitaría la proliferación de episodios de violencia individual como los que ocurren en Estados Unidos. Es deseable que, en este ámbito, las autoridades de nuestro país se vean reflejadas en el espejo de la nación vecina y actúen, en consecuencia, con la precaución necesaria.