ay muchas razones que justifican el malestar de amplias capas de la población con la situación nacional. Basta abrir las páginas de los diarios para confirmar las malas noticias, las cuales llegadas de fuera o tenazmente cultivadas en la parcela propia crean incertidumbre, resquemor, esa sensación de que hágase lo que se haga al final las cosas saldrán mal. Hay pesimismo pero también indiferencia, preocupación y a la vez conformismo.
Los partidos que en teoría debieran encauzar dichos estados de ánimo en una lucha política clara y abierta aparecen a los ojos de un sector de la ciudadanía como los adversarios a vencer, junto a instituciones que nacieron para garantizar el libre juego democrático. Queriendo acertar, sin embargo, se yerra el golpe. La ciudadanización se postula como fórmula universal para salvar al país, pero la discusión apenas trasciende algunos círculos mediáticamente poderosos y no es ajena a la defensa de intereses soterrados que, como en el caso de Nuevo León, dirigen y condicionan el triunfo de los independientes
al declarar el (utópico –que no libertario–) fin de las política.
Los partidos existentes, es obvio, no son iguales, cierto, pero son capaces de vivir y desplegarse en ese microclima sin asumir a plenitud ni el descrédito ni sus responsabilidades, pues cierta práctica formalista de la democracia los mantiene vivos
, aunque sean cada vez más disfuncionales para una sociedad que cambia todos los días y necesita respuestas que no se confunden con el escándalo semanal que nutre la vida pública. Los resultados de las urnas se empañan con frecuencia debido al chalaneo de las impugnaciones irresponsables, las cuales degradan el juego con ataques ad hominen donde el peso de los argumentos es casi nulo. El tema es grave y no de fácil remedio y sería extraordinario que pudiera resolverse cancelando los registros de los actuales partidos, como si esa fuera la tarea de alguna institución encargada de dictar qué camino seguir. La sobrerregulación de las normas puede crear la fantasía de que la democracia se preserva en el detalle jurídico, pero la experiencia indica que el resultado puede ser el empantanamiento, la trivilialización de la política y el chismerío como fuente de discrepancias.
Un sistema de partidos que merezca ese título requiere de la más amplia y diferenciada participación ciudadana, no de la negativa a titular ideas, intereses, aspiraciones legítimas que emana como verdad
contraria a los partidos. Requiere compromiso con las ideas y no su sistemática exclusión como fórmula de comunicación. En un país democrático no tiene por qué extrapolarse la oposición superficialísima entre las organizaciones sociales o civiles y los partidos, puesto que unos y otros surgen y responden a exigencias distintas. Es la ausencia de verdaderos partidos la que fomenta la idea de que estos pueden eliminarse de la vida pública a capricho de los intereses particulares que buscan imponerse y dominar. El futuro dependerá cada vez más, no menos, de la presencia abierta, desplegada de otras fuerzas que no teman organizarse para disputar, bajo las reglas de la democracia y de sus principios ideológicos, el poder del Estado.
Hoy nos preocupan los efectos de la caída del precio del petróleo, la devalución del peso, las consecuencias que tendrán estos fenómenos sobre las condiciones de vida de la población ya de por si depauperada, el presagio de que el presupuesto reducirá las partidas de educación, en fin, las señales de que se vienen encima males que ya, por desgracia, hemos conocido en otras épocas. Sin embargo, resulta si no sorprendente si anticlimático que ante la situación ni el gobierno ni los partidos parezcan decididos a buscar soluciones o, al menos, a elevar la mira de la confrontación.
Es muy lamentable que el presidente Peña crea que puede defender las políticas del gobierno mediante espots que son la retahíla conocida en defensa de las reformas emprendidas. Se le olvida que ya hace muchos años asistimos al estreno nacional de las políticas de ajuste que, según esto, transformarían las decrépitas estructuras económicas del entonces ya nombrado populismo revolucionario en la configuración de un país y una sociedad moderna de la cual la desigualdad iría a la baja. Entonces como hoy se prometieron años de estabilidad con crecimiento, clave de toda modernización exitosa. Pero si bien hubo muchos e importantes cambios, la premisa no se cumplió y México es hoy tan pobre como en 1992, según datos de Coneval ante los diputados. Y seguimos rindiendo culto al mercado, a pesar de que las cuentas no salen y las cifras escandalizan a propios y extraños. Y el presidente, sabedor de que los calificativos no cambian los planes de gobierno, sigue tan campante por una ruta que augura malos presagios. Y las oposiciones ¿harán algo para ganarse las prerrogativas?