La sucesión en la UNAM
engo, para relatar a ustedes, un bellísimo acontecimiento de hace ya muchos años, de los tiempos en que el decoro y la dignidad eran costumbres del comportamiento cotidiano. (Véase cómo Borges, refiriéndose a su abuelo, el coronel Isidro Suárez, describe esas conductas: “La audacia fue ‘costumbre’ de su espada”. Dilató su valor sobre los Andes
. Pero, abuela dixit, primero está la obligación y luego la devoción.
Por eso, antes del emotivo relato que anuncio, paso a compartir algunos referentes imprescindibles para abordar, con mínimo conocimiento, el asunto de la inminente elección del nuevo rector de nuestra Casa (la escribo con mayúscula y me la minimizan). Primero, la normatividad que rige este proceso desde 1945. Luego, los nombres de las personas responsables de llevarlo a cabo en estricto apego a la legalidad. También, por ser los tiempos un factor muy importante, las fechas en que se emitirá la convocatoria y en la que, necesariamente, el sucesor del doctor Narro deberá tomar posesión. Me tomaré, igualmente, la libertad de algunas consideraciones personales y llamaré vehementemente a la multitud a expresar opiniones. Es imprescindible que un acontecimiento vital para el país no quede secuestrado por cenáculo, sanedrín o cónclave alguno. Ya dije que revisé los curricula de los 15 notables que integran la Junta de Gobierno y a ninguno escatimé su estrellita en la frente. La verdad, debo decir que después de leer sus semblanzas me sentí íntimamente reconfortado y orgulloso de esta pléyade de mexicanos ejemplares. No escatimo mi admiración (casi del tamaño de mi envidia) por su dedicación a la docencia, la investigación y la difusión de los bienes de la cultura, es decir, a las razones y los fines de nuestra Casa. Sin embargo, me preocupa sobremanera que sus vastos saberes no garanticen la elección que más convenga a la amplia comunidad, integrada en números redondos (o de otros, porque no vamos a discriminar por cuestiones de figura) por 350 mil estudiantes, 40 mil académicos y 35 mil trabajadores (¿Y los burócratas, apá?). Pero este es motivo de litis posterior. Por ahora veamos en qué se funda el omnímodo poder de 10 de los 15 integrantes de este conciliábulo cuyos votos, si son coincidentes, pueden definir al próximo rector de nuestra Casa (qué necio, ¿verdad?). La Ley Orgánica de la UNAM, en su artículo tercero, señala que las autoridades universitarias serán: la Junta de Gobierno, el Consejo Universitario, el rector, el patronato, los directores de facultades, escuelas e institutos y los consejos técnicos. Yo no estoy de acuerdo en el orden por razones que me parecen suficientes. El consejo es la instancia verdaderamente representativa de la comunidad universitaria. Los sectores que la integran, en proporciones asimétricas, es cierto, están todos considerados. Además, el número de representantes permite la inclusión de los más diversos rumbos del amplio espectro económico, ideológico y político que caracteriza a la universidad. Por otra parte, la junta carece de toda facultad para intervenir en la constitución y funcionamiento del consejo, mientras es ella (con el voto de dos terceras partes de sus miembros) quien elige, nombra sustituto o remueve al rector. Y para mayor abundamiento (horrible expresión), es el consejo el que designa a los 15 cardenales, no al revés.
Hasta aquí el prólogo de la prehistoria que continuaremos en siguientes entregas. Antes, por supuesto, que la junta elija al nuevo rector. Por ahora comencemos, en el resto de la columneta, la crónica de un emotivo momento de la autonomía que, contra viento y marea, ostenta todavía nuestra Casa (¡y dale!).
Se iniciaba el año de 1961. El rectorado del doctor Nabor Carrillo llegaba a su fin sin posibilidad de relección, pues se trataba de su segundo periodo. El horizonte de aspirantes no era amplio, pero sí muy contrapuesto. En primer lugar, la continuidad del grupo en el poder la representaba el secretario general: el doctor Efrén C. del Pozo, eminente especialista en gastroenterología y brazo derecho del rector durante sus dos periodos. En una abierta oposición surgió la candidatura del doctor Ignacio Chávez, crítico abierto de la administración en funciones. De primera intención era evidente que la mayoría de los 15 cardenales acataría la sugerencia del rector y la continuidad prevalecería. Craso error ignorar datos esenciales: la nómina de los integrantes de la primera Junta de Gobierno incluía algunos nombres de prominentes universitarios que, ¡quién lo creyera! ahora, más aureolados aún, formaban parte de este primer círculo del poder. A los nombres del maestro Silva Herzog, Gabino Fraga y Antonio Martínez Báez había que agregar los de reconocidos médicos: Gustavo Baz y Salvador Zubirán, también electores, a quienes unía una antigua amistad con el cardiólogo Ignacio Chávez, miembro, igualmente, de aquella junta originaria y candidato de todos ellos a rector.
La creciente polarización de estos grupos nos llevó a descubrir el hilo negro: proponer una tercera opción que pusiera a los dos contendientes y a sus respectivos seguidores contra la pared. Ante la imposibilidad de un acuerdo entre ellos y la inminencia de una escisión, su declinación era un imperativo para su prosapia universitaria. A todos nos quedaba claro, sin embargo, que el éxito de nuestra estrategia exigía una conditio sine qua non (como dijera Virgilio (aquél, no éste): que el candidato de nuestra propuesta fuera no sólo legalmente elegible, sino además un universitario cuya historia, prestigio y probado compromiso con nuestra Casa (¡y dale con lo mismo!) lo situaran por encima de las reyertas imperantes. Necesitábamos encontrar a un maestro cuya solvencia moral no concitara, sino convocara a la comunidad.
Ya no importan los detalles de cómo logramos que, entre nosotros, la decisión fuera unánime. No con engaños, pero sí con verdades a tres cuartos obtuvimos el número privadísimo de nuestro candidato. Le llamamos diciéndole: Estamos hablando del secretariado del consejo (lo cual era cierto, pues lo hacíamos desde el aparato de esa oficina). Quisiéramos rogarle que conceda usted una breve entrevista al consejero de la Facultad de Derecho. No le va a quitar más de 15 minutos. No quisimos molestarle pidiéndole asistir a nuestras oficinas
. Segundos sin respuesta que para nosotros eran una espada de Damocles (o de cualquier otro, la verdad). Luego una voz tranquila nos dijo: Las puertas de mi casa siempre están abiertas para quien desee conversar sobre cualquier cuestión que ataña a la universidad. Si al señor consejero le acomoda, lo espero mañana a las seis de la tarde
. Con exagerada anticipación nos apersonamos en una tranquila calle del surponiente de la añorada y entonces vivible colonia Condesa. A la hora precisa, más nerviosos que si estuviéramos frente a un oficial del registro civil, dimos un pinchazo al timbre de la puerta. En menos de un minuto ésta se abrió y quedamos frente a un adulto mayor (así parecía, pero sabíamos que tenía 55 años, pues había nacido en Oaxaca en 1906). Bajo de estatura, pelo ralo y entrecano, vestido con elegancia casual: suéter tres cuartos, de estambre cerrado y una mezcla de bufanda y gasnet. Sus primeras palabras: Pasen, es su casa
. De inmediato me presenté: soy el consejero alumno de la Facultad de Derecho, dije. Mis compañeros, Ernesto Algaba y Moisés Rivera. No manifestó decepción ante la modesta embajada y sólo dijo: Estoy a sus órdenes, compañeros
. Maestro, comencé a balbucear, usted seguramente conoce el momento que atraviesa la universidad. Suavemente me dijo: “Por amigos, por la prensa y porque siempre, todo a lo que a la UNAM concierne me interesa, estoy enterado. Les adelanto: lo que desde 1929 he expresado sigue vigente. Por lo que respecta a la elección, no considero correcto expresar una opinión sobre los candidatos porque… Ahí le interrumpí. Maestro, no venimos a interrogarlo a ese respecto. Nuestra decisión ya está tomada. (Desconcierto y turbación en su rostro). ¿Entonces?, apenas alcanzó a decir. Venimos a comunicarle que hemos decidido lanzar su candidatura a rector. Usted es el candidato de la mayoría de los estudiantes, de muchos maestros, académicos y trabajadores de base. El golpe no se lo esperaba. El tórax se contrajo, la respiración no se agitó. Se espació peligrosamente. Respiró profundo y dijo: “Me honran, pero me abruman. No soy ahora la respuesta que la universidad reclama. Déjenme darles la explicación que merecen….”
Si todavía la recuerdo, la platicaré a ustedes en la próxima columneta. Pienso que conocerla y considerarla será de utilidad para muchos que con innegables méritos personales para ser rector mucho les debería importar la preservación de este intangible vital: la autonomía.
Twitter: @ortiztejeda