Opinión
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De ¡Eureka! a Tlachinollan
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ace 37 años, el 28 de agosto de 1978, las doñas del Comité ¡Eureka!, con Rosario Ibarra a la cabeza, iniciaron una huelga de hambre en la Catedral Metropolitana, a un lado de Palacio Nacional, para demandar la presentación con vida de más de 500 desaparecidos políticos y el castigo a los culpables. Eran los días postreros de una guerra sucia desplegada después de la matanza de Tlatelolco por las fuerzas armadas, la temible Dirección Federal de Seguridad y la paramilitar Brigada Blanca, y un puñado de mujeres, madres y familiares de desaparecidos emprendía una lucha desigual en defensa de los derechos humanos, contra un régimen presidencialista autoritario que había hecho de la práctica sistemática de la tortura, las ejecuciones sumarias extrajudiciales y la desaparición forzada de personas la razón de ser de un terrorismo de Estado al servicio del gran capital.

Este sábado 29 de agosto, en Tlapa, en la zona de la Montaña, allá en Guerrero, en nombre del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, Abel Barreda exhibió la continuidad de la práctica de la desaparición forzada en México. Al presentar el 21 informe de labores del centro humanitario, Barreda se refirió a la tragedia de Iguala/Ayotzinapa, que el 26 de septiembre del año pasado cambió la vida de las 43 familias de los jóvenes normalistas desaparecidos, y aseveró que la impunidad en México es sistémica. Dijo que el caso desnuda la realidad de un país donde gobernantes, políticos, empresarios, militares y distintos niveles de autoridades policial y judicial conviven y forman parte de los circuitos de corrupción y violencia de los grupos de la economía criminal. Denunció que existe un patrón sistemático de agresiones a las normales rurales, en particular a la de Ayotzinapa, y que a casi un año del hecho no se ha iniciado un solo juicio penal por el delito de desaparición forzada ni se ha indagado la eventual responsabilidad en los crímenes (hubo además seis ejecuciones y una de las víctimas fue torturada) del 27 batallón de infantería del Ejército en Iguala.

Existe un continuum entre la guerra sucia de los años 70 y el momento actual, que exhibe y desnuda un patrón crónico de impunidad de actores estatales que desempeñan tareas de seguridad pública. Lo que incluye a miembros de las fuerzas armadas (Ejército y Marina) y de las policías federal, estatal y municipal, y sus respectivas cadenas de mando, que actúan en complicidad con agentes del Ministerio Público y jueces, y no pocas veces en colusión con grupos de civiles armados que actúan como escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social para el exterminio de disidentes y/o jóvenes que son considerados desechables o matables (Agamben) por el capitalismo criminal de comienzos del siglo XXI.

Desde la militarización de la seguridad pública en diciembre de 2006, el baño de sangre se incrementó a raíz de los operativos conjuntos de la Sedena, la Semar y las distintas policías, y a la par de un uso excesivo de la fuerza del Estado con fines de control social arreciaron las violaciones masivas de derechos humanos, incluidas la tortura, la desaparición forzada y las ejecuciones sumarias.

En 32 meses de gestión, el régimen de Peña Nieto acumula más de 57 mil asesinatos dolosos, y suman más de 30 mil las desapariciones desde 2007. De alcances históricos, las redes colusivas de corrupción/impunidad/simulación que operan al margen de la Constitución implican una consecuencia evidente: la impunidad generalizada alienta la repetición de los crímenes. Verbigracia, en nuestros días, Tlatlaya, Ayotzinapa, Apatzingán, Tanhuato, Calera, Ostula...

De la guerra sucia de los años 70 con epicentro en Guerrero a los hechos de Iguala/Ayotzinapa en 2014, la desaparición forzada de personas ha sido una herramienta de la represión institucionalizada. Prototipo de un delito de carácter continuado, se produce una desaparición forzada cuando se arresta, detiene o traslada contra su voluntad a una persona o ésta es privada de su libertad por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, o por grupos organizados o particulares que actúen en nombre del gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o asentimiento (por ejemplo, escuadrones de la muerte y grupos paramilitares o de limpieza social), y que luego se niegan a revelar la suerte o paradero de dicha persona o a reconocer que está privada de la libertad, sustrayéndola así a la protección de la ley.

La práctica de la desaparición remite al Decreto noche y niebla ( Nacht-und-nebel-erlass) del führer Adolfo Hitler, del 12 de diciembre de 1941, reconocido como el primer documento de Estado con órdenes para detener-desaparecer personas de manera furtiva o secreta, bajo el cobijo/ocultamiento de la oscuridad y la niebla. El decreto fue complementado por otros que especificaban cómo debían hacer desaparecer a personas sospechosas de resistir la ocupación nazi en Europa: sin dejar rastro de su paradero, ninguna pista, ningún atisbo de esperanza y sin proporcionar información alguna a sus parientes. El cadáver debía ser inhumado en el sitio de muerte y el lugar no sería dado a conocer. El objetivo era generar “un efecto aterrorizante ( abschreckende wirkung)”, eficaz y perdurable sobre los familiares y la población, que debería permanecer con la incertidumbre sobre el destino de los detenidos.

El propósito era paralizar a la población a través del terror. Los desaparecidos eran un medio; el objetivo principal era desarticular cualquier forma de resistencia y mantener a la población en una incertidumbre duradera. Un esquema necrofílico que se ha venido repitiendo en México a través de la simulación e instrumentación gubernamental de la búsqueda de los 43 desaparecidos, con el objetivo encubierto −pero hasta el presente no logrado− de aniquilar síquicamente a los familiares y compañeros de las víctimas y a la población en general, e inhibir cualquier oposición o resistencia a la colonización, ocupación y despojo del territorio que habitan.