os gusten o no, y casi nunca nos gustan a menos que estemos locos, tenemos que estárnoslos tragando todos los días. Los más obsesivos, antes o con el desayuno, y lo que ello implica para la salud mental y digestiva. Para los que trabajamos en el periodismo son parte de nuestro trabajo, si no es que hasta fuente. Memorizamos sus rostros, su voz, su teléfono, su filiación partidaria (todos tienen una), su entidad federativa, la universidad o corporación policiaca que los echó a perder, los cargos que han ocupado, sus hazañas o escándalos. Muchos tienen expediente judicial o debieran, pero en contadísimas excepciones cargan con las consecuencias. Como mucha gente más sensata que los periodistas, lo sabemos. Si lo ventilamos causamos revuelo, odio, aplauso, descalificación inmediata, solidaridad, amenazas, etcétera. Si lo callamos, lo maquillamos según la línea o lo ignoramos, causaremos gratitudes, decepciones, homenajes y honorarios extra. Pero unos y otros desayunamos con las personas del poder, por no añadir que la noche anterior ocuparon nuestros últimos pensamientos y nos oscurecieron los sueños. Y usted dirá que qué vida más miserable. ¿Sabe qué? Sí.
No somos los únicos, y con frecuencia, tampoco los más afectados. Es decir, unos cuantos miles de profesionales de la información somos nada y hasta suertudos en comparación con los millones de ciudadanos para quienes las acciones, omisiones o declaraciones de las personas del poder son de vida o muerte, sujetos en distintos grados a lo que ordene el señor. Padecen a los del poder en carne propia, en su tierra común, en su futuro colectivo.
Las personas del poder se montan por todas partes. Existe una escalera que asciende adonde está el poder, pero no es accesible para todos. Bien dicho, la acaparan unos cuantos, la escalera tiene dueños. Por conservarla se fijan como lapas díscolas las diversas familias y grupos de afinidad financiera a ese poder que con harta frecuencia es hereditario. Y vitalicio para cada generación. Aleluya.
Muy toscamente dicho, las personas del poder se reducen a cuatro tipos de personas: los políticos, los empresarios, los generales y los criminales organizados. Entendamos por políticos
a los que encabezan cualquier sector gubernamental, las cortes y el Congreso, y líderes sociales de diversa credibilidad. Por empresarios
a los banqueros o barones del dinero en sí, a los dueños de corporativos y comercios muy grandes, los testaferros de las trasnacionales, los que lucran con la información y el entretenimiento. Se constituyen en cámaras y montan agresivas campañas publicitarias. Por generales
, pues eso, los de los fierros: generales, almirantes, mandos policiales. Y por criminales organizados
todos los demás. Las cuatro personas del poder se entremezclan seguido, pero es mal visto mencionarlo. Algunos informadores pierden el trabajo, o la vida, por hacerlo. Aún así, a quienes más afectan y apergollan los del poder es a las pobres mayorías: con su avaricia, su sed de dominio, su visión salvadora
, sus promesas, su desprecio, sus leyes, decretos y sentencias, su capacidad material de garrote y fuego, sus compromisos comerciales, militares, coloniales.
Acaparan el dinero legal y el ilegal. Las personas del poder legales se pagan abultados sueldos que nunca recortan. Las ilegales, sepa la bola cómo se pagan, pero añádale ceros antes del punto. A los gobernantes (Estado) les pagan nuestros impuestos y nuestro patrimonio soberano. A los empresarios y narcos les paga nuestro consumo. Viven de la gente. La imagen de la sanguijuela no resulta aquí inapropiada. Lo sabemos, y no queremos que sea así. Otra vez: ni que estuviéramos locos. Sin embargo sucede. Sometidos al poder de las personas del poder, unos concluimos que no hay de otra; nos alivia ser en las encuestas uno de los países más felices del mundo. Otros concluimos lo contrario, salimos a decirlo y así nos va: ponemos los presos, los desplazados, las violadas, los difamados y los muertos.
Las familias de las personas del poder, sus empleados cercanos, sus socios y otros cómplices no se enteran, o no se dan por enterados de lo que significa y cuesta su vivir dentro del poder y tan tranquilos. Son quienes más consumen y descansan, más invierten y más se divierten. En ese cómodo olvido la vida es más sabrosa. Sus caras y sus quienes pueblan las coloridas páginas del corazón y las dichosas redes sociales, abarrotan los moles, los antros chic y las playas exclusivas. Si insistimos en arruinarnos la digestión, el buen humor y la conversación, almorzamos sus chismes y merendamos sus escándalos.
Es evidente que entre las personas del poder rara vez se encuentras las mejores personas, ni las más amables, ni las más interesantes. En el México de orita abunda una banda mucho mejor, como bien sabe el lector. Perdemos el tiempo prestando atención (y sufriéndola) a gente que, sin valer la pena, no logramos quitarnos de encima. Qué miseria.