a destitución, consignación y encarcelamiento del ex presidente de Guatemala Otto Pérez Molina y la asunción de la jefatura de Estado por el hasta ayer vicepresidente Alejandro Maldonado Aguirre tienen una doble significación que trasciende, con mucho, el ámbito de la vida institucional de ese país vecino. Por un lado, tales sucesos derriban parcialmente el blindaje de complicidades que ha hecho posible el saqueo de las arcas públicas por buena parte de la clase política y abren paso a un ejercicio de la justicia que hasta ahora no había podido llegar a los niveles superiores de la corrupción.
Esa dimensión del más reciente capítulo de la crisis en curso en Guatemala sienta un importante precedente en la nación centroamericana, pero también en la región, en la que la venalidad de los funcionarios constituye un grave factor de descomposición política y moral, un multiplicador de desigualdad, una imperdonable sangría a las arcas públicas en entornos de pobreza y marginación, y un importante lastre para el necesario desarrollo económico de los países afectados por este fenómeno.
Por añadidura, el anticipado y turbulento final de la presidencia de Pérez Molina –un general en retiro que en el pasado participó en masacres de pueblos indígenas en el marco de la estrategia de contrainsurgencia de las dictaduras militares que desangraron a Guatemala– muestra la eficacia y la procedencia de una institución novedosa, como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), que opera bajo mandato de Naciones Unidas en calidad de coadyuvante del Ministerio Público (MP) local y que ha logrado permanecer al margen de la descomposición que afecta a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial locales.
Por otra parte, los hechos de ayer representan una gran victoria para los estamentos de la sociedad guatemalteca que desde abril pasado –cuando la Cicig y el MP dieron a conocer la existencia de la mafia encabezada por Pérez Molina y su ex vicepresidenta, Roxana Baldetti, también encarcelada– han protagonizado una movilización constante para exigir no sólo la renuncia o destitución del ahora ex mandatario, sino también en demanda de un saneamiento general y profundo de la vida política mediante una reforma del Estado y la cancelación de las elecciones programadas para pasado mañana, a las que concurren partidos y candidatos directa o indirectamente involucrados en tramas de corrupción y lavado de dinero, como es el caso del hasta ahora puntero en las encuestas, el empresario Manuel Baldizón.
A lo que puede verse, los comicios son ya inevitables y la demanda de reforma del Estado no podrá lograrse en los próximos meses, no al menos antes de la sucesión presidencial prevista para enero próximo, y se corre el riesgo de que una vez concluido el proceso electoral la clase política tradicional logre recomponerse, cerrar filas y burlar los legítimos reclamos de la la sociedad. Para que esta perspectiva indeseable no llegue a concretarse resulta crucial que los sectores sociales y populares que hoy festejan la caída de Pérez Molina se mantengan movilizados y profundicen su articulación, organización y unidad en torno a propósitos comunes.
Pero no debe dejarse de lado que en el tablero participan también, de forma soterrada o cínica, tres poderes fácticos: las cúpulas empresariales, el Ejército y la embajada de Estados Unidos. Es previsible que estos estamentos intentarán –al margen de la legalidad, por supuesto– desactivar los movimientos sociales y propiciar una rápida reconstrucción de las redes de encubrimiento y complicidad a fin de perpetuar una estabilidad oligárquica, antidemocrática y corrupta.
En suma, el pulso continúa y habrá que seguir con atención el desarrollo de los acontecimientos en el país hermano.