xigencia inexcusable de la política exterior es cumplir los compromisos internacionales, sea ante organismos multilaterales como la OEA o bilaterales. Hace 13 años que con uno de ellos estamos en falta y, para peor, en parte esa omisión nos ha desbarrancado hacia las honduras de una violencia a la que no se le ve ni tamaño ni fin.
Durante la Conferencia Especial sobre Seguridad convocada por la OEA, celebrada en la ciudad de México en octubre de 2003, contrajimos el compromiso. En él los estados signantes, ante el abrupto surgimiento de la violencia en nuestros países, nos comprometimos a estudiar las raíces y proyección de esta novísima expresión de la evolución criminal. En una frase: se reconoció que el crimen se ha transformado en formas de violencia no anticipadas y que ya superaban desde entonces los esfuerzos tradicionalistas de los estados.
En ese compromiso aceptamos que una nueva concepción de la seguridad es de alcance multidimensional, incluye las amenazas tradicionales y a las nuevas amenazas, preocupaciones y otros desafíos
, que es el caso que vive México con singular ceguera. Es una realidad contundente para nuestro país que la criminalidad abandonó sus viejos patrones y hoy se manifiesta como conductas antisociales de individuos y grupos no previstas y que son actuadas por una comunidad en vías de criminalizarse.
Se advirtió que esa violencia criminal como reacción contraria desataría a la violencia oficial y ambas incitarían a la violencia social. Una cadena sombría. Se planteó que de no atenderse, mitigarse y dominarse, la violencia, como expresión desorbitada del crimen, se convertiría pronto en una amenaza a la seguridad nacional de cada pueblo.
Sería sensato reconocer que la cooperación regional, para nosotros la Cuenca del Caribe principalmente, debería considerarse prioritaria, y no lo está siendo. Son casi 25 países, integrados en una órbita regional. Sus vidas internas y sus radiaciones hacia nosotros no las queremos apreciar, decidimos que es mejor no verlas, pero la realidad es que son un foco germinal de violencia: lavado de dinero, tráfico de personas, armas y droga, migraciones ilegales, contrabando, todos pasan o se originan ahí.
En aquel foro se convino en que cada país, en un marco referencial de investigación, proposiciones y asesoría de la OEA y algunos otros organismos internacionales especializados, diagnosticara sus adversidades y así renovaría sus concepciones políticas, programas y proyectos para enfrentar esa terrible amenaza. México, a través de tres de sus gobiernos –Fox, Calderón y Peña Nieto–, nada hizo, así que entre otras causas, se advierte que para nuestros problemas hay razones, hay razones.
Lo que se convino en ese tiempo, tal vez con el escepticismo propio de las convenciones internacionales, hoy está claro que se convirtió en el problema político/social más grave de México. La manifestación de una nueva versión de violencia, hasta ayer menospreciada, hoy impide una sana gobernabilidad. Simplemente, el gobierno está asediado.
Razones hay, razones hay. Ya entonces se advertía de la clara tendencia al agravamiento de la situación con amenazas multidimensionales, intersectoriales y que demandarían de esfuerzos asociados entre gobiernos y la comunidad nacional que no se dieron.
Ya entonces se predecía el agravamiento de desafíos como la pobreza extrema y la exclusión social, la desintegración de la cohesión social abandonando una cultura de democracia social a favor del individualismo, las migraciones externas e internas, la trata de personas, los delitos ambientales y, desde entonces, la ciberseguridad, que 13 años después aún no asumimos. No se retiraba el énfasis a los conflictos con las drogas, la corrupción, el lavado de activos, tráfico de armas y su interconexión, la transversalidad entre ellos.
Nuestro compromiso fue claro y vigente pero nuestros gobiernos prefirieron cada uno tocar por su lado. El primero, Fox, se refugió en la ignorancia; el segundo, Calderón, se montó una guerra que sólo agravó la situación, y el tercero, Peña, se refugió en la retórica y la simulación de un programa propio que él mismo observó en muy poco.
Ha habido por 13 años una inexplicable resistencia a reconceptualizar la violencia en aras de una concepción más elaborada, propia de un futuro claramente previsible en su formidable complejidad. Con penosa elementalidad nos dimos a perseguir a La Tuta como meta y éxito nacionales.
Razones hay, razones hay para haber llegado a lo que estamos viviendo. A pesar de aquellas sonoras advertencias en el seno de la OEA, esos gobiernos despreciaron su capacidad anticipatoria. No se aceptó que todo se transforma y demanda adecuaciones. Habrá otras causas de nuestro actual drama, pero aquellas derivadas de nuestra banalidad ahí están. Soberbia, estulticia e ignorancia, son la lección de la terrible banalidad del mal que está presente, ante la que las palabras y el pensamiento hoy se sienten impotentes.