l reír, muestra sus dientes y sus encías”, dice en su Cuaderno de notas.
¿De quién?
Lo guarda en secreto, o quizá sus contemporáneos lo reconoce-rían. Intuyo que era un enemigo, o simplemente algún personaje a los que gustaba de ridiculizar, ¿o sería un médico?
Ayer, otro ayer interminable y detenido en el tiempo, vi una representación de Eramos tres hermanas de Chéjov, en la Compañía Nacional de Teatro. Es melancólica, pero el humor atempera. Por lo general los directores representan su teatro sin tomar en cuenta ese aspecto y se concentran en los aspectos sentimentales y lacrimosos que una mala interpretación puede darle a sus obras.
En ese ambiente aletargado y cansino en que vegetaban ciertas familias de la burguesía rusa arruinada, las hermanas Prózorov –Masha (Martha Verduzco), Olga (Ana Ofelia Murguía) e Irina (Marta Aura)– conversan poco tiempo después de la muerte de su padre; están en una casa rural de la Rusia profunda con su único hermano Andréi, la esperanza de la familia, un joven inteligente y sensible nunca presente en escena, se aleja de la realidad tocando un instrumento musical: se enamora –error fatal como casi siempre en Chéjov– de una joven frívola y caprichosa llamada Natacha con la cual se casará, agravando aún más el destino de sus hermanas.
Un año después de la muerte del padre, finaliza el duelo. La familia espera iniciar una nueva vida regresando a Moscú, donde transcurrió su infancia. Desesperanzadas, a pesar de su juventud, salen a escena Olga, soltera que ve transcurrir los años sin contraer matrimonio, Masha, esposa de un mediocre profesor e Irina, la más joven de las hermanas que aún cree en el futuro. En la adaptación del dramaturgo español José Sánchis Sinisterra, las jóvenes hermanas son representadas por tres actrices excelentes que hace tiempo dejaron de ser jóvenes.
La aldea donde habitan se ha animado de pronto debido a la visita de un regimiento cuyos oficiales cortejan a dos de las hermanas. Masha se hace amante de uno de ellos e Irina acepta los galanteos de otro. Cuando el destacamento abandona el pueblo Masha perderá a su amante y el posible esposo de Irina morirá en un duelo, abatido por el joven militar que la enamoraba.
Leer a Chéjov me mimetiza con las hermanas, me desespero, me ilusiono, sonrío, sobre todo cuando leo sus cuentos; me deprimo, me divierto, termino desolada.
Tercero en una familia de cinco varones y una mujer, nieto de siervos de la gleba, hijo de un padre fanático, inepto y dictatorial, y sin embargo amante del arte –tocaba el violín, pintaba imágenes sagradas– y de una madre disminuida por los continuos embarazos, sumisa, resignada y apática, según la describe Natalia Ginsburg en su notable biografía novelada de Chéjov, vivió una infancia miserable, que en su autobiografía comparó con una muela picada: causaba un dolor persistente y sordo del que jamás pudo librarse.
De los seis hermanos fue el único que destacó y muy pronto fue el jefe de familia. Para sobrevivir empezó a escribir cuentos, un periódico los aceptó con un honorario de seis kopeks por línea. Cuando el padre de Chejov se arruinó, trabajó en una tienda con un salario mensual de 30 rublos: permitía alquilar un departamento en un sótano húmedo, adecuado para contraer tuberculosis, enfermedad de la que moriría muy joven Anton Pavlovich.
Pero no es eso lo que quería decir, me importa destacar que en varios de sus cuentos los dientes juegan un papel preponderante, por ejemplo en El apellido caballuno:
“Al general mayor retirado Buldiéief le dolían las muelas…, se enjuagaba la boca con vodka, con coñac. Se había aplicado a la muela enferma hollín de tabaco, opio, trementina y petróleo, se había pintado la mejilla con yodo, se había puesto en las orejas algodón empapado en alcohol, pero eso o no le había servido o le había provocado náuseas.”
¡Inconcebible!
Twitter: @margo_glantz